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(que estas fotos sean ya irrepetibles evidencia que aquí han ocurrido demasiadas cosas y que el clima política, si cabía, ha empeorado en lo referente a Cataluña))
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‘Aquella’ fotografía es la de la plaza de Cataluña, abarrotada, un 27 de agosto de 2017. Un año ha pasado desde aquel momento de dolor masivo ante el atentado yihadista diez días antes en La Rambla y en Cambrils, con un balance de dieciséis muertos y centenares de heridos. En la imagen, el Rey, entre Puigdemont y Mariano Rajoy, con Soraya Sáenz de Santamaría y Ada Colau en ambos flancos, a la cabeza de una manifestación de dolor y repulsa por el crimen. En la segunda fila se puede ver a Rull, Romeva y por algún lado andaba por allí también Oriol Junqueras. Ví una pancarta –conviviendo con muchas esteladas– en la que se leía “España, contra el terrorismo, gracias Majestad”. Uno, al ver entonces estas imágenes, ya podía pensar en que difícilmente podrían repetirse. Lo que nadie, nadie, ni siquiera, desde luego, los protagonistas más destacados, podría haber imaginado era que en apenas un año iban a pasar tantas cosas, tan dramáticas.
Todo cambió en un año. Ni Puigdemont, dice él que en el exilio, ni Rajoy, de vuelta a su condición de registrador, ni Sáenz de Santamaría, que a saber dónde parará políticamente, ni, desde luego, los de las segundas filas, huidos o encarcelados tras todo lo que ocurrió en el nefasto mes de octubre, podrán regresar a la vida política, por mucho que el ex president de la Generalitat se empeñe en decir que él sigue siendo el ‘titular’ del cargo: no volverá a él porque lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible.
Se me hace difícil vaticinar cómo será la fotografía de este año en la plaza de Cataluña. ¿Saludará el nuevo president de la Generalitat, Quim Torra, al jefe del Estado, que es, con Colau, el único superviviente de la fotografía de agosto de 2017? Porque lo cierto es que hace un año, en su encuentro en el Palau de la plaza de Sant Jaume, antes de iniciarse la marcha, Puigdemont y Felipe VI pudieron departir con cierta cordialidad; ahora, Torra ha declarado enfáticamente varias veces que ha roto relaciones con la Jefatura del Estado español y que el Rey no es bienvenido a Barcelona. Y Junqueras, que tan bien llegó a llevarse con la entonces vicepresidenta Sáenz de Santamaría durante aquella frustrada ‘operación diálogo’, está en la cárcel. Otra fotografía, aquella de la inauguración del World Mobile Forum, en la que, ante el Monarca, Junqueras posa su mano amistosa en el hombro de doña Soraya, que, desde luego, tampoco volverá a repetirse.
No sé si existe siquiera algún rescoldo de aquella ‘operación diálogo’ tras el encuentro del pasado 9 de julio en La Moncloa, correcto aunque no creo que demasiado cordial, entre el presidente del Gobierno central y Torra. Si las delegaciones negociadoras que entonces se formaron han avanzado algo en concreto, la verdad es que se nota poco, aunque también reconozcamos una palpable bajada de la tensión en la animosidad contra la visita, dentro ya de pocas horas, de Felipe VI a Barcelona, esta vez acompañado por Pedro Sánchez. ¿Qué se van a decir en este nuevo encuentro, protocolariamente tan difícil, un Sánchez con la mano tendida y un Torra que no ha producido hasta ahora sino desplantes?
El otoño se presenta caliente, en buena parte por culpa de las presiones independentistas que quieren, un año más, beneficiarse de las concentraciones masivas en la calle, comenzando por la de la Diada el 11 de septiembre. La CUP y los CDR han anunciado que quieren “paralizar” Cataluña, o al menos Barcelona, exigiendo, en el aniversario de la matanza yihadista y, luego, de cuanto ocurrió a lo largo del lamentable mes de octubre, la salida de la cárcel de los ‘presos políticos’ y el avance hacia la ruptura independentista con España. Torra tiene la posibilidad de hacer lo que entonces no se atrevió a hacer Puigdemont aquel 27 de octubre en el que estuvo a punto de convocar elecciones: evitar esa ruptura.
Me dicen –no me consta personalmente porque no he tenido contactos con fuentes directas en las últimas semanas—que Pedro Sánchez está esperanzado en que no llegue la sangre al río, perdón por la expresión, este otoño. Que se podría llegar a algún acuerdo de mínimos, salvando el tremendo escollo de los políticos que aún permanecen en prisión. Pero nadie dice cómo podría llegarse a ese ‘pacto de conllevanza’, como Adolfo Suárez pudo llegar, bien es cierto que en otras condiciones, a un acuerdo con Tarradellas, acuerdo que extendió su beneficiosa influencia durante treinta años. Y que nadie me venga con que Sánchez no es Suárez ni Torra es Tarradellas: lo importante ahora es la voluntad negociadora, no medir tallas políticas que, obviamente, no son las mismas.
Por eso me pregunto qué ocurrirá este viernes en la que antes se llamaba Ciudad Condal. Si Sánchez aprovechará la ocasión para volver a citarse, donde sea, con Torra. Quién –¿Ada Colau?—actuará de intermediario para que el Rey y Torra se estrechen la mano, aunque sea mirando hacia otro lado. Qué equipos armarán el protocolo para que, al menos, se honre a las víctimas, en el fondo tan olvidadas en el fragor de la batalla política, y no se permita el desbordamiento del fanatismo de algunos de los manifestantes.
Y me pregunto también cuáles han sido, son, los interlocutores con la Assemblea Nacional de Catalunya y con Omnium Cultural para evitar que la protesta contra el Rey vaya demasiado lejos: porque no puede tampoco el Gobierno central, que está apoyando de manera clara a Felipe VI en este trance, permitir que nadie olvide que el jefe del Estado se halla en ‘su’ territorio, que es, al fin y al cabo, una parte de España.
Pues eso: que a ver qué pasa este viernes, una jornada destinada a ser histórica. Y ojalá que la fotografía de un encuentro, con otros protagonistas, al menos enmarcado en la cortesía democrática, sea la que, a continuación, cope las portadas de los medios. Tengo mis dudas, pero me resisto a perder la esperanza.
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