Los ‘versos sueltos’ son gentes que, en política, suelen obtener malos resultados. Y en otros muchos aspectos de la vida también. Sobre todo en países de escasa tradición de diálogo, como este en el que habitamos, donde la frase ‘el que se mueva no sale en la foto’ ha hecho triste fortuna. Estamos en tiempos de disciplinas férreas, de comulgar con ruedas de molino. Tiempos en los que las hemerotecas han sido relegadas a ‘del salón el ángulo oscuro’. Tiempos en los que, en frase del escasamente pactista Pablo Echenique, “pasó el momento de pedir perdón”. Y entonces, lo de Ana Oramas. O lo de Borja Sémper. O lo de Maixabel Lasa, la viuda de Juan Mari Jáuregui, asesinado por ETA hace ahora veinte años. Y hay más, lamentablemente muchos más, ejemplos.
El disidente, aunque lo sea por cuestiones mínimas, es pronto apartado por los ‘aparatos’ de unos partidos nacidos y crecidos a la sombre de las candidaturas cerradas y bloqueadas, que hacen que sean los ‘fieles’ a la dirección de los partidos los que prosperen en las bancadas parlamentarias, a la hora de repartir cargos rentables y en el momento de las sinecuras. La viuda de aquel gobernador civil de Guipúzcoa, Juan Mari Jáuregui, a quien la saña terrorista persiguió hasta matarle, es el último ejemplo de este romo sentido de la política que impera en España. Expedientada por el Partido Socialista de Euskadi a causa de haber recomendado el voto a la persona que el ‘aparato’ consideró equivocada, ha decidido dar un portazo y dejar el partido en el que llevaba militando, si no me equivoco, cuarenta años: “no estoy para tonterías”, ha dicho esta mujer llena de coraje que pilotó con moderación y diálogo asociaciones de víctimas de ese terrorismo que segó la vida a su marido.
Ocurre en todos los partidos: el ‘popular’ vasco Borja Sémper, harto, se marchó de la política hacia horizontes más rentables. No me extrañaría que lo mismo hiciese un día de estos Jordi Sevilla, el presidente que fue de la rentable Red Eléctrica, que protagonizó una sonora dimisión por considerar que la ministra de la cosa energética se injería en exceso en la empresa que él comandaba. La despedida de la señora Ribera no pudo ser más despectiva hacia “ese señor al que ya conocemos todos”. También así, “ese señor”, es como la ‘lideresa’ de Ciudadanos, Inés Arrimadas, se refirió a Francisco Igea, que tiene la osadía de pretender ser alternativa al liderazgo de la señora Arrimadas al frente del partido naranja que tanto malbarató otro Ribera, Albert.
O Ana Oramas. Escribo hoy desde Canarias, donde estoy impartiendo algunas conferencias, y me consta el respeto que la diputada de Coalición Canaria suscita en la ciudadanía tras su acto de rebeldía atreviéndose a votar distinto de lo que mandataba su partido en la sesión de investidura. Jamás he escuchado un discurso tan bello, tan moral, como el que la señora Oramas pronunció ante el pleno del Congreso explicando, al borde del llanto, por qué se posicionaba en contra de facilitar que Pedro Sánchez fuese investido presidente de un Gobierno de coalición que hasta la víspera de la jornada electoral dijo que era lo que trataba de evitar. Ni un solo aplauso al final del histórico discurso parlamentario de la señora Oramas. Había traspasado la línea roja de las disciplinas.
Comprendo el miedo que nuestro político de base, que depende, incluso para comer, de lo que depende, siente por abrir la boca y expresarse libremente. Por eso los discursos que escuchamos, los de los fieles, son repetitivos, como de manual, herméticos y tan faltos de transparencia como un encuentro en La Moncloa con, pongamos por caso, Gabriel Rufián. Hasta el locuaz Pablo Iglesias se mantiene estos días en especial y disciplinado silencio, no vaya a ser que el gran hacedor ponga en riesgo su recién estrenado despacho, al que, de grande, aún le está tomando medidas.
No sé por qué se extrañan luego de la falta de afecto que les tiene la ciudadanía. Aunque yo creo que más que desafección es que no hay manera de entenderlos, de puro previsibles que son.
fjauregui@educa2020.es
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