(la foto muestra mi lema: «irreverentes, pero irreprochables»)
Una de Bloomsbury: la palabra es ‘cambio’.
Me recuerda esta situación a aquella que marcaba ya los prolegómenos de la victoria socialista con Felipe González en 1982: la palabra mágica, entonces, era ‘cambio’. Un ambiente de cierta asfixia, un deterioro político y económico de consideración y un partido gobernante en estampida señalaban la inevitabilidad de un giro de importancia en el timón del Gobierno. Una nueva era, con toda la esperanza y todos los temores que conlleva, estaba a punto de llegar. Ahora, el término –no sé si también el concepto—‘cambio’ está de nuevo en todas las bocas, incluso en aquellas que lo que tratan precisamente es de que nada se mueva.
Asistí este jueves a la conferencia que la portavoz del grupo popular en el Congreso, Soraya Sáenz de Santamaría, dio en uno de esos foros multitudinarios, llenos de correligionarios, empresarios de postín y periodistas de toda laya. Y, claro, el leitmotiv de la por otra parte bien estructurada intervención de la señora Sáenz de Santamaría, previamente presentada por Rajoy, fue precisamente ese: el cambio. La renovación inevitable, de la que hoy están hablando tan profusamente los sindicatos tras la agridulce victoria-derrota de su huelga. Y también el Gobierno, que se ha dado cuenta de que tiene al menos que escenificar que ha entendido los mensajes que le envía la calle. Y los medios de comunicación, las instituciones y, por supuesto, la opinión pública.
Algo hay que hacer para disipar el clima de asfixia política que vive la ciudadanía, y no creo que haya sido la huelga general el aldabonazo necesario para que nos diésemos cuenta de ello. Ya lo habíamos percibido hace tiempo. Cierto: algo se mueve en los partidos –lo de las primarias en el PSOE es apenas un dato mínimo, aunque revelador–, algo en los sindicatos, en la patronal, en el epicentro de los medios de comunicación, en los cenáculos y mentideros varios. Y la calle, esa calle silenciosa, algo pasota, que es capaz de tragar tantos sapos procedentes de quienes dicen representar a los ciudadanos, y han sido, efectivamente, elegidos por ellos para que los representen, me parece que está dando signos de hartazgo. Que es lo último que un político se puede permitir: hartar a esa ciudadanía, habitualmente tan conformista, que tan escasas veces protesta.
El año 2012, que es cuando teóricamente se celebrarán las elecciones generales –por más que la oposición trate de formar un clamor para que se anticipen–, conmemorará los treinta años del cambio fundamental de signo de 1982, cuando los socialistas de ‘Isidoro’ llegaron al poder destrozando, de paso, a aquel partido provisional, la UCD, formado solamente para pilotar la transición. Ahora, Zapatero, llegado en 2004, con las trompetas del cambio, para suceder a Aznar, ofrece síntomas de agotamiento, aunque ni el PSOE es la UCD ni el candidato alternativo es aquel ‘Felipe’. Mariano Rajoy, la persona mejor colocada para sucederle –salvo todos los imprevistos que usted quiera, desde luego; esto no es la expresión de una voluntad, sino un análisis de lo previsible–, carece del carisma que entonces tenía González, pero tampoco existe el miedo, que entonces sí se daba, a un viraje tan brusco como el que entonces representaba el PSOE en una España que aún recordaba la época timorata del franquismo.
Creo, en resumen, que se ha abierto una etapa interesantísima en la Historia de nuestro país. Ahora hay que aprovecharla: se impone la reflexión ante esta especie de segunda transición que, a mi modo de ver, estamos empezando a vivir. Nada está preescrito, mucho debe reescribirse, bastante debe figurar en un nuevo guión. ¿De verdad habremos, todos –que no solamente Zapatero, como creen quienes quieren simplificar demasiado las cosas—entendido el mensaje?
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