Parece que la improvisación y el dejarlo todo para última hora son elementos constantes de la vida política española. Y, así, ya estamos otra vez con las mismas: el Gobierno y los sindicatos están escenificando una escena similar a la que presenciamos con la negociación de la reforma laboral, en la que después de año y medio de reuniones estériles, el Gobierno acabó aprobando un paquete de medidas que no convenció a nadie y que provocó una huelga general a destiempo e igualmente inútil.
Sólo que ahora se trata de una reforma, la de las pensiones, que Bruselas y los mercados están mirando con lupa y que ha obligado al Ejecutivo a fijar una fecha -28 de enero-, como tope para aprobar un paquete de medidas, aunque sea por decreto. Es cierto que la reforma del sistema se podría haber iniciado en la década de mayor crecimiento económico, cuando las arcas estaban llenas y el debate se podría haber realizado sosegadamente; no en vano el Pacto de Toledo, aprobado por todas las fuerzas políticas en 1995, ya advertía entonces de que el punto de inflexión de la viabilidad del sistema era 2015. No se hizo entonces, y ahora Bruselas ha puesto la proa al Gobierno, y ha obligado, como en todas las cuestiones económicas, a reformar el sistema ya. O sea, lo dicho: a toda máquina y sin una reflexión suficiente.
Y así andamos: así que, con esas prisas, gobierno y sindicatos van a intentar resolver en un fin de semana cómo se garantiza un sistema que gasta nada menos que el 8,8% del PIB español, y que crece vertiginosamente. Y es que el gasto no es tanto, si se compara con la media europea, que está en el 10,1%: el problema son las proyecciones de natalidad y envejecimiento de la población, que para España son más altas. El mecanismo que regirá nuestras vidas en al menos los próximos tres lustros, a debate en un fin de semana; ¿quién da menos?
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