Se inicia de hecho la Legislatura. La principal fuerza que tiene el Gobierno es que, como los salmones salvajes, ha tenido que remontar el río, nadar a contracorriente, y eso crea mucho músculo. Se ha quitado de encima las críticas –la Fiscalía, los superpoderes a Iván Redondo y, claro, las hemerotecas—con una filosofía escenificada en una frase por Pablo Echenique, un personaje a quien hace dos meses no se podía ni ver en La Moncloa: “pasó el tiempo de los reproches”. O sea, tabla rasa con todo lo actuado y dicho; prepárense, que llega el futuro. Y esta vez sí que el futuro va a significar cosas nuevas, que ni siquiera los encargados de prepararlo saben bien en qué consistirá: Cataluña, la economía y a ver cómo se hacen los Presupuestos, los líos en la Judicatura, las intervenciones de Europa en ‘nuestras’ cosas, las grandes confrontaciones sociales que se avecinan, la conferencia de presidentes autonómicos y un largo etcétera.
La democracia debe ser lo que aquí nunca ha sido: aburrida. Así que lo urgente es volver a la normalidad, te dicen. Ya hemos olvidado lo que es eso. Llevamos cuatro años de plena anormalidad política, incluyendo al Parlamento, al Consejo del Poder Judicial y el Supremo, al Tribunal Constitucional, las agencias de control, los servicios secretos, los medios de comunicación públicos (lo que afecta a los privados). Y la oposición, que parece bastante desnortada, empeñada en cosas como el ‘pin parental’, que es un invento de Vox, empeñado en comerle la merienda a Pablo Casado, que debe urgentemente dar un puñetazo sobre la mesa, sobre su propia mesa, y pensar en cómo debe participar en esa normalización que, ya digo, ni los ‘populares’, ni sus teóricos aliados ni tampoco sus adversarios saben muy bien cómo instalar de una vez en el país.
Vamos a ver esta semana a Pedro Sánchez en los escenarios que le gustan, los internacionales, ahora como ‘estrella’ en la ‘cumbre’ del Foro Económico Mundial, en Davos. Y no, no se lleva con él a nadie de Podemos, que ya veremos cómo se armonizan esas dos ‘sensibilidades’ en un mismo Ejecutivo. Eso no forma(ba) parte de la normalidad en España, pero tampoco era precisamente normal que un señor preso en Lledoners sea, de hecho, quien aspire a controlar la Legislatura y sea, él, que quiere marcharse del Estado, quien garantice la estabilidad, al menos coyuntural, de ese Estado. O que sean fuerzas republicanas quienes cooperen a la pervivencia de una Constitución inequívocamente monárquica.
Eso es exactamente lo que quiero decir: que hay que instaurar, para seguir viviendo, una apariencia de normalidad en una estructura política que es completamente anormal. Me parece que el país sale bastante desconcertado del último proceso político vivido desde aquellas elecciones de diciembre de 2015 hasta la semana pasada, cuando se celebró el primer Consejo de Ministros ejem ‘normal’, o normalizado y que consagró, por ejemplo, al jefe del Gabinete presidencial como un nuevo vicepresidente que no se sentará en la mesa del Consejo de Ministros ni tendrá que rendir cuentas ante el Parlamento.
Normalizar la anormalidad, que es virtud de cínicos improvisadores, materia en la que algunos obtienen sobresaliente. Todos tendremos que ajustar ese desconcierto a las actuales circunstancias. El primero, el Gobierno, que no puede seguir calificando de ultraderechistas y cavernícolas a cuantos discrepan en algo o en el todo de aquello que nos aseguraron que nunca iba a ser así, como en realidad está siendo, como inevitablemente va a ser. Aceptemos, qué remedio, normalidad como animal de compañía. La normalidad, como la Legislatura, como el resto de nuestras vidas, comienza hoy, qué le vamos a hacer.
fjauregui@educa2020.es
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