(no, Díaz Berbell, antaño alcalde de Granada y hoy seguidor ferviente de Alvarez Cascos, no es como Gallardón. Pero, en su fobia al calledurmiente, se le parece).
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A Alberto Ruiz Gallardón, alcalde de Madrid y candidato a lo mismo con bastantes probabilidades, dicen, de repetir, hay que reconocerle que sabe provocar titulares que van más allá de la Villa y Corte. Su ocurrencia de ‘retirar’ de la calle a los indigentes que duermen en la misma, ha provocado uno de esos puntuales cataclismos sociales en los que los españoles se sienten –rara avis– solidarios con los derechos de los que menos tienen. Y entre esos derechos se encuentra, además de contar con un lugar de acogida, como dice –dice– el regidor madrileño, la posibilidad de echarse a dormir en la vía pública, sin molestar y sin deteriorar esas magníficas aceras que, a precio de oro, el señor Gallardón ha ‘regalado’ –digámoslo así– a los madrileños.
A nadie, o casi nadie, le ha gustado la alcaldada. Que, por cierto, no es nueva. Yo mismo, en Granada, hace ya bastantes años, 1996 si no me equivoco, viví una experiencia que no me resisto a contar. El alcalde de la ciudad, Gabriel Berbell, dictó la orden de que, ante la celebración del campeonato del mundo de esquí en Sierra Nevada, se retirase a los mendigos de la calle, incluso forzándolos a meterse en un barco –pasaje costeado por el Ayuntamiento—con destino a Mallorca, creo recordar.
Aquella tarde, me tocaba intervenir en una radio desde la emisora granadina. “A ver si el alcalde me va a prohibir dormir en la calle, si me da la gana de hacerlo”, me indigné ante el micro. Estuve duro con Berbell, personaje por otro lado afable y sin duda peculiar, a quien recuerdo paseando por las calles de la bella ciudad a bordo de un Rolls Royce rosa. Ignoraba que quien dormiría aquella noche en la calle iba a ser yo mismo, junto con mi familia y todos los huéspedes de un hotel que, casualidades de la vida, recibió de madrugada una amenaza telefónica de bomba de ETA, y fue desalojado. Recuerdo mi perplejidad ante aquella extraña amenaza cuando, manta en mano, medio dormido y con los demás inquilinos del hotel, bajada apresuradamente las escaleras hacia mi dormitorio en el duro suelo callejero.
Nunca me he librado de la impresión de que aquella llamada de los terroristas precisamente a ese hotel, precisamente esa noche, precisamente tras una intervención radiofónica que me consta que indignó a los munícipes, fue una casualidad demasiado…casual. Y conste que a nadie acuso de la macabra broma –vamos a decirlo así–. Pero de entonces me viene una total asunción de lo que la palabra ‘alcaldada’ significa. Yo propondría que, en esta campaña hacia la renovación –o no—de los gobiernos municipales, ese término, ‘alcaldada’, quede excluído por ley. No más virreynatos en los que se instalan centros deportivos, culturales, aceras, farolas y rotondas allá donde y cuando al señor alcalde y su equipo les place. No más prohibiciones a granel, no más reglamentarnos la vida hasta en los menores detalles. La democracia empieza en nuestra ciudad, la de cada uno.
Siento decirlo, pero lo de Ruiz Gallardón, menos mal que expresado solamente como una idea, y no como un ‘diktat’, ha sido una alcaldada de primera. Confío en que, pese a este artículo, esta noche no dormiré en la calle. Salvo, claro está, que así me apetezca hacerlo.
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