Vivimos tiempos en los que la invasión del Gran Hermano en nuestras vidas se hace a veces insoportable. Nos habilitaron salas-ghetto para los fumadores, pero ahora hasta eso se trata de quitar, para que el humo quede erradicado de nuestros pulmones; nos quisieron privar de las hamburguesas, por nocivas a nuestras salud y, luego, de las ‘chuches’ que engordan a nuestros niños; nos reglamentan la velocidad del coche según criterios jamás bien explicados, deciden desde cuándo se puede o no abortar, a qué edad hay que decirles a los hijos adoptados que lo son, en qué idioma hay que rotular los carteles de las tiendas, qué campañas electorales han de cubrir las televisiones privadas…
Ahora, en Cataluña –pero cundirá el ejemplo en otros lugares, lo verán—, quieren prohibir los toros, como en determinados campamentos juveniles prohibieron la retransmisión de la final mundial de futbol, porque jugaba ‘la Roja’, o como quieren multar en Barcelona a los taxistas que, eufóricos por los triunfos deportivos nacionales, colocan la enseña española en las antenas de su vehículo.
Ya sé, ya sé, que tanto afán de prohibir tiene unas innegables connotaciones políticas, unos afanes por denostar ‘lo español’ que, en ocasiones, puede adquirir tintes ridículos. Pero quisiera sobrevolar ahora esta obviedad para incidir en otra: nuestra clase política, sea catalana, gallega, madrileña o andaluza, justifica su existencia en una sobreabundancia de reglamentismo. Han decidido que es preciso regular nuestra vida desde que nacemos hasta que morimos, supongo que velando, como buenos padres, por nuestra salud física, mental y moral.
Convencidos de que la regulación autónoma que una sociedad civil sana se da en virtud de las leyes inmutables de la oferta y la demanda acabarán dando con nosotros en los infiernos, los gestores de la cosa pública –a los que, para colmo, elegimos y pagamos los ciudadanos—han decidido irrumpir también en la cosa privada, incluyendo el apartado ‘pan y circo’ en el que se incluye la subespecie ‘tauromaquia’. Por ejemplo.
Eso sí: mientras, sin duda con la mejor voluntad, se nos complica (quiero decir encauza, perdón) la vida, los grandes temas, desde la inevitable reforma del Estado autonómico hasta la cada vez más inaplazable reforma constitucional, pasando por una ley de huelga que evite ciertos desmanes, quedan siempre para mañana. Y, así, la casa no termina jamás de estar barrida. Pero eso sí: la reglamentación sobre el tratamiento que hemos de dar a la basura acumulada es exhaustiva.
Lo que no entiendo es cómo no resurge con fuerza el movimiento anarquista en un país de fondo tan ácrata –aunque nadie lo diría– como este…
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