Lo voy a decir en voz alta, que es como salir de un armario peligrosísimo: soy monárquico. No cortesano, y maldita la gracia que me hace toda esa parafernalia que a veces acompaña a reyes, prícnipes, marichalares y urdangarines. Monárquico porque no creo en que haya que romper ahora las reglas del juego. Porque me da miedo tener un presidente de la república del PP y un primer ministro del PSOE, horror y más de lo mismo, pero más. Porque la Corona está sobre todas las tierras de España, sin banderías, sin chorradas: es un pacto que, incluso en circunstancias extremas, ha de funcionar. ¿No ha funcionado hasta en la Commonwealth? El Rey está por encima de las banderías y de los egoísmos partidarios. Aunque a veces sea un personaje que no nos guste nada, que no ha sido ese el caso de Don Juan Carlos I ni será, así lo espero, el de Felipe VI. Veremos qué nos depara el destino. De momento, mi bienvenida a la joven infanta, que aún ni sabemos cómo se llama. Y enhorabuena a mi compañera de profesión Letizia, y a Felipe de Borbón, al que le vienen tiempos, ay, difíciles.
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