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(el Príncipe se la ha jugado con su apoyo a la candidatura de Madrid: lo hizo muy bien, pero suya será, en parte, también la derrota. Suya, de Rajoy, de todos nosotros…)
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Enorme jarro de agua fría. España entera quedó en silencio. Parecía que todo lo demás se había difuminado: el G-20 con las palmaditas de enhorabuena a Rajoy por su política económica y el tibio apoyo español, pero apoyo al fin, a un Obama demasiado comprometido en la intervención en Siria; la sensación de que ‘lo de Cataluña’ puede que, al fin y al cabo, tenga, como viene ocurriendo hace siglo y cuarto, un arreglo…provisional; la presunta buena cara de Cameron a la hora de hablar sobre Gilbraltar; el nacimiento del ‘susanismo’, atención, en Andalucía…Ha sido, esta que termina, una semana muy importante, en la que han ocurrido cosas que podrían tener mucha trascendencia. Pero lo cierto es que todos mirábamos hacia Buenos Aires, hacia ese discurso, que unánimemente se calificaba como ‘decisivo’ que podría inclinar a favor de Madrid –de España—la candidatura de los Juegos Olímpicos en 2020. No pudo ser.
Ese discurso debía pronunciarlo el hombre que (probablemente) esté reinando en España en 2020. El hombre que, en su caso, inauguraría esos Juegos Olímpicos en un país renacido, revitalizado, como jefe del Estado anfitrión. Cundía la sensación entre los analistas políticos de que, venciese o perdiese la candidatura madrileña, algo se habría ganado institucionalmente: Felipe de Borbón, con un talante campechano que no siempre le conocían los ciudadanos de a pie, ha mostrado que sabe hacer ‘lobby’ internacional y, sobre todo, ha evidenciado que es una figura al menos tan respetada en el exterior como su padre. Su discurso trilingüe fue impecable, en el fondo y en la forma. De paso, quedaba claro que aún hay causas, que sería muy miope considerar meramente deportivas, capaces de unir a toda la nación, y digo a toda, incluyendo a esa parte que se siente representada por ‘cadenas humanas’, que es una forma bien curiosa de hacer política, por cierto.
Yo diría, por tanto, que, independientemente de cuál fuese la declaración final del voluble –vamos a llamarlo así—comité olímpico, que resultó un veredicto de castigo apabullante, la semana no ha sido mala del todo para los intereses españoles, o, al menos, del actual Gobierno español. O, al menos, de Mariano Rajoy, cuyo discurso en Buenos Aires fue claramente mejorable, aunque desde luego no haya que achacarle a él las culpas. Otra cosa, distinta y distante, son los tambores belicosos que sacuden a una parte del mundo que es un peligroso polvorín, y otra cosa es ese Putin que vuelve a la ‘guerra fría’ con los Estados Unidos.
Pero eso, claro, ocurría en San Petersburgo, la antigua Leningrado, que está muy lejos de Buenos Aires, a donde Rajoy, con la insignia del ‘Madrid 2020’ perenne en su solapa, voló de inmediato, dispuesto a prolongar, si los hados olímpicos lo querían, su cuarto de hora dulce y mientras todos los periódicos nacionales se preguntaban de qué diablos habría hablado en su cita secreta de la semana pasada con Mas para conseguir aplazar al menos dos años el estallido del conflicto. Y este sábado, lo que importaba podría, si se quiere, centrarse en torno a Siria, pero lo que interesaba, aquí y ahora, era el discurso que debía pronunciar por la tarde el hombre que probablemente estará reinando en España en ese año mágico, redondo, de 2020. Y, claro, el resultado. Los hados olímpicos, tan imprevisibles, dijeron que no podía ser. Ahora falta ver las consecuencias de esta enorme decepción.
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