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(no me movieron el voto, que bastante complicado lo he tenido para decidirme, ni el debate de ellos ni el de ellas)
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Ignoro si, ahora que acaba de concluir la campaña electoral, no estaremos abocados a comenzar otra, no oficial, desde el mismo lunes. Las últimas comparecencias de los candidatos, todos hombres, aún jóvenes, sin experiencia de gestión en empresas privadas y con poca o ninguna en lo público, dejan poco espacio al pacto poselectoral para que el ganador, presumiblemente Pedro Sánchez, pueda resultar investido. Aunque ya estamos acostumbrados a que una cosa es lo que se diga en campaña (llevamos casi cuatro años en campaña, en realidad) y otra lo que ocurra una vez que tengamos en la mano los resultados de las urnas. El caso es que nos encontramos ante una jornada de reflexión, antes de ir a depositar nuestro voto, que es probablemente la que condensa la suma de las actuaciones más irreflexivas de nuestros representantes. La política española ha entrado en una deriva completamente loca y mucha reflexión, temo, será precisa para adivinar quién será capaz de enderezar las cosas.
Mirando hacia atras sin ira, pero con algo de preocupación, nos encontramos con una España más bien invertebrada, quebradiza, con poco sentido de Estado y sin líderes que garanticen soluciones para los demasiados problemas que se nos plantean a la hora de reflexionar –esta jornada ‘oficial’ es, en el fondo, una antigualla, como la prohibición de sondeos y tantas otras cosas en nuestra normativa electoral— hacia dónde conducir nuestro voto, que es lo único que tenemos. Porque el ciudadano carece de voz y de presencia suficientes como para erigirse en una sociedad civil que grite, esperando ser escuchada, por sus derechos, por el cumplimiento de los compromisos con el electorado, por recetas a los problemas que muchas veces han creado nuestros propios representantes. Votar cada cuatro años no basta para garantizar una buena marcha de la democracia; votar cada año, como nos ocurre, menos aún, si en los intervalos no se producen otras acciones e iniciativas más allá de sacudirse patadas en las espinillas.
Parece, en primer lugar, intolerable que nos plantemos ante unas nuevas elecciones, las cuartas en cuatro años, con el temor de que tal vez tengamos que afrontar pronto unas quintas porque los dirigentes políticos no han sido capaces de reformar una normativa electoral que garantice mayorías suficientes para formar gobierno, en lugar de fragmentar los resultados como hasta ahora. Si esta pereza para cambiar algo que patentemente no funciona no deriva en algún tipo de pacto entre extraños compañeros de cama, como decía Churchill, tenga usted por seguro que regresaremos a las urnas dentro de poco, si es que, hartos, no desertamos de ellas. Pero yo confío en que algo, algo, hayan, hayamos, aprendido todos de lo mucho malo ocurrido desde que, en diciembre de 2015, se celebraron aquellas elecciones generales que no dieron holgura suficiente a ningún partido para gobernar. Y ahí seguimos, en la indefinición, según dicen esas encuestas que todos conocemos y que han sido absurdamente prohibidas, una vez más, por las normas prehistóricas que rigen nuestras elecciones.
Nos plantamos ante este día de reflexión sin que ‘ellos’ hayan hecho los deberes. Ni siquiera sabíamos, a la hora de escribir este comentario, si la tranquilidad estaba garantizada del todo en las calles catalanas, que esperemos que así sea, ni si el Gobierno podría, en el peor de los supuestos, garantizar ese orden callejero alterado por los salvajes del ‘cuanto peor, mejor’. Ni siquiera habían trascendido a la opinión pública los programas electorales, que son los más romos, los menos ilusionantes e ilusionados, que recuerdo haber visto en mucho tiempo. Ni siquiera se debatieron ideas, sino amenazas: o me votan a mí, o el caos. Ni los hombres debatiendo por su lado, ni las mujeres por el suyo –así andamos—han sido capaces de trasladar a la ciudadanía un mínimo de confianza en que ahora sí, a partir del lunes se van a comenzar a arreglar los muchos problemas que, cual nubarrones amenazantes, aparecen en nuestro horizonte.
Qué quiere que le diga: llamar ‘jornada de reflexión’ a esto que hoy estamos viviendo me parece demasiado arriesgado. Yo diría que es más bien algo parecido a la llegada ante la meta de los atletas que, derrengados, saben que han hecho una mala carrera. Pero uno de ellos –intuimos cuál, claro– se alzará con el laurel de la victoria coyuntural; todos dirán que merecieron la victoria, que es huidiza, versátil y volátil. Caprichosa. Es posible que la realidad de los números imponga a alguno –también lo intuimos—el abandono para siempre de la carrera y entonces el panorama puede que se despeje algo. O se complique más aún. Esta debería haber sido una carrera por equipos y no de todos contra todos y, además, con zancadillas. Las jornadas de reflexión empiezan, en realidad, el lunes. Ya que nadie parece haber reflexionado lo suficiente antes.
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