Aquella tarde nunca podré olvidarla. Y por eso, espero, querido lector, que comprendas mi alegría y la de mi familia cuando, este jueves, ocurrió lo que ocurrió y conocimos el comunicado –deficiente, malvado, si quieres– de ETA. Aquella tarde aciaga, hace diez años, el coronel del cuartel general de la Guardia Civil, en Tres Cantos, Madrid, nos llamó a mi mujer y a mí. «Hemos encontrado un papel de ETA», nos dijo. «Os han seguido». Y, a continuación, el hoy general Juan Ramos nos explicó algunos detalles: tenían muchos datos sobre nosotros, nuestro domicilio, nuestras costumbres. Ese día nos cambió, a mucho peor, la vida, aunque sabíamos que lo nuestro era aleatorio, que otros estaban mucho más amenazados, que, al fin y al cabo, nos dijo, ‘ellos’ hacían listas de gente; a algunos, los menos, los seleccionaban para sus fines horribles, a la mayoría no. Me aconsejaron armarme, mirar los bajos de mi coche cada día, vigilar si era seguido. Incluso llegaron a ofrecerme una ‘contravigilancia’, que rechacé, pensando que aquello era casi peor que lo otro.
Ahí aprendí el infierno de saberse amenazado. Nada comparable, claro, a lo que les ocurría a muchos en el País Vasco. María San Gil me contó que no podía sacar a sus hijos a pasear al parque. Un amigo, concejal, me contaba cómo tenía que salier a pasear con su novia…y con el escolta por las calles de un pueblo guipuzcoano. Y jamás, jamás, olvidaré aquella charla radiofónica con Manuel Zamarreño, que suplió en la concejalía a un compañero asesinado por ETA: «sé que me van a matar», nos dijo a los contertulios de aquel día, «pero no tengo otro remedio que ocupar su puesto». Lo mataron un mes después. Y así, hasta casi novecientos casos.
Qué quiere usted que le diga. Toda mi vida profesional ha transcurrido contando los crímenes de ETA. Estoy a punto de decirle, querido lector, que llegué a acostumbrarme (casi). La tercera vez que la banda del horror anunció una tregua, mi madre, que conocía –por entonces no se lo contaba a mucha gente– mis tribulaciones, me llamó emocionada: «por fin estaréis tranquilos», me dijo. Le respondí que las treguas son lo que son, algo efímero que se decreta y se rompe, sobre todo con esa gente. Ahora, me parece, es diferente. Claro que no me gusta el comunicado, claro que se olvida de las víctimas como Zamarreño, o como Juan Doval, mi amigo, o como Ordóñez, a quien tanto lloré, o como otros ochocientos y pico. Claro que lo que yo quiero es una derrota en toda regla de quien tanto ha hecho sufrir a toda la sociedad española. No me conformo con ‘esto’, pero sé que estamos en el buen camino. Hemos empezado la senda de la normalidad; luego, que gane las elecciones quien tenga que ganarlas, que yo jamás objetaré la fuerza de los votos.
Sí, lo voy a decir alto y claro: ayer, viernes, mientras paseaba por las engalanadas y tranquilas calles de Oviedo, donde se entregaban los premios Príncipe de Asturias, me sentí orgulloso. No les hemos dado nada –nada– a cambio, hemos respetado escrupulosamente el estado de derecho… y les hemos vencido. Digan lo que digan algunos, que se empeñan en ver el lado negativo de lo que ha sido una clara victoria contra el mal. Me importan un pito los términos del comunicado de la banda iletrada y asesina. Dejan de matar y ahora puede que aprendan a leer y escribir. Un gran momento.
(Por favor, perdóneme por contarle mi caso. No me siento más perjudicado que nadie y hay otros muchos que han sufrido más: Simplemente, hoy necesitaba explicar los motivos de mi alborozo: puede que estas gentes horribles lleguen a convertirse en cuidadanos normales. Eso sí, tendrán que lavarse cuidadosamente los restos de sangre. Y, encima, tendremos que ayudarles a hacerlo).
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