Desde siempre, desde aquellos tiempos en los que íbamos a ver cine a Bayona, he considerado a Francia como un país privilegiado. También en cuanto a la actitud politizada y reivindicativa de sus habitantes: hasta rato les iban a hacer a los franchutes sus poderes públicos la mitad de las faenas que les hacen a los ciudadanos de otras latitudes. No me parece la France una nación tan envidiable, sin embargo, cuando consideramos el carácter presidencialista de sus mandamases en general, y de ‘Sarko’ –petit De Gaulle– muy en particular. O cuando analizamos someramente lo que está pasando ahora.
Lo que está ocurriendo en el país vecino del norte, smido en una especie de caos desde hace una semana, me parece sintomático, aleccionador, descorazonador. No es una nación que se levanta con la revolución—francesa, claro—en sus corazones y en sus puños: es, más bien, un puñado de sindicalistas que no representan a la mayoría de los trabajadores, pero pueden parar el suministro de gasolina. Y un grupo de niñatos (menuda diferencia con mayo del 68, cuando gritaban “seamos realistas, pidamos lo imposible”), que no han entendido que viene la caída del Imperio Romano y proclaman, timoratos: “no queremos vivir peor que nuestros padres”. Como si el estado de bienestar ‘a la gabacha’ (es decir, a la europea) no se estuviese desmoronando. Como si el retorno sin más a los-viejos-buenos-tiempos fuese una posibilidad real.
Y todo eso, enmarcado en una protesta porque dicen que quieren que la gente se jubile a los 62 años, manda narices.
Si los del viejo Robespierre levantasen la cabeza, es probable que alguien la perdiese. O puede que la hayan perdido ya todos, irreversiblemente.
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