La política exterior española se debate entre el posibilismo más coyuntural, los olvidos a quienes ‘no interesan’ y la reverencia ante los poderosos. La acogida a la reciente visita a Madrid del viceprimer ministro chino, o la expectación, casi digna de la película ‘Bienvenido míster Marshall’, con la que desde el Gobierno se prepara el inminente viaje a España de la canciller alemana, Angela Merkel, son buena muestra de lo último. La postergación en la que oficialmente se halla América Latina para la estrategia internacional española sería un ejemplo de los errores que propicia lo primero.
Los pasillos del Ministerio español de Exteriores son estos días un hervidero de rumores, ambiciones y hasta pasiones de intereses desde que, de manera algo inesperada y unilateral, el presidente Zapatero decidió sustituir al diplomático Miguel Angel Moratinos por la ex ministra de Sanidad Trinidad Jiménez, una figura clave para promover a ZP a la secretaría general del PSOE. El hecho de que en el currículo de la señora Jiménez figure haber sido secretaria de Estado para Iberoamérica no parece haber contribuido a paliar el patente desinterés que el inquilino de La Moncloa siente por unos países hermanos, pese a que reciben la mayor parte de las inversiones exteriores procedentes de las grandes empresas españolas y contribuyen a solucionar la cuenta de resultados de algunas de ellas.
España se quiso definir oficiosamente como ‘puente’ entre la Unión Europea y América Latina, como cabeza de la noción iberoamericana y como impulsora, política y financiera, de las ‘cumbres’ que anualmente congregan a (no todos) los jefes de Estado latinoamericanos en torno al Rey y al presidente españoles. Por eso mismo, ha sido un enorme aldabonazo el hecho de que vaya a ser Hamburgo, y no una ciudad española, la sede de la Fundación Unión Europea-América Latina. A partir de ahí, diversos informes periodísticos han insistido en que, durante los casi siete años que lleva en el poder, Zapatero aún no ha viajado a ocho países iberoamericanos, ha desistido de acudir a la última ‘cumbre’, en Buenos Aires el pasado otoño, haya cedido a una ciudad alemana la sede de la Fundación antes citada y, últimamente, apenas promueva viajes oficiales de líderes americanos a Madrid. Una situación que se agrava por el hecho de que tampoco el líder de la oposición, Mariano Rajoy, parece excesivamente volcado hacia el cono suramericano.
Europa sigue siendo, por tanto, la gran prioridad de la política exterior española. Pero ahora existe una cierta sensación de dependencia respecto de las capitales que son el ‘motor’ de la UE, París y Berlín. En este sentido, se detecta un indudable retroceso en la capacidad de movilidad española en las instancias europeas. No hace tanto tiempo, al fin y al cabo, que las ‘cumbres’ hispano-alemanas (e hispano-francesas e incluso hispano-marroquíes) eran casi una rutina anual; ahora, en cambio, la llegada de la señora Merkel se recibe como casi un acontecimiento, como la venida de alguien que va a ‘colocar’ en puestos de trabajo en la República Federal a muchos jóvenes españoles que casi han colapsado la página web de la embajada en Madrid en busca de información y contactos.
Supongo que en algún momento España habrá de pagar la factura de estos ‘olvidos’ con naciones que hablan el mismo idioma y comparten buenos pedazos de Historia. De la misma manera que el orgulloso europeísmo de los ciudadanos españoles se enfriará sin duda ante el no tan imperceptible achantamiento respecto de los dictados procedentes de los ‘grandes’ de la UE. Tengo, en resumen, la impresión de que, pese a la amistad oficial con un Obama cada vez más volcado hacia sus asuntos internos y para cuya Administración España sigue siendo una potencia de segunda fila, la política exterior española está retrocediendo algunos –bastantes– pasos en los últimos meses.
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