La muerte de Fidel Castro, en el mismo mes en el que Donald Trump ha ganado las elecciones en Estados Unidos, certifica que, en efecto, hemos entrado, incluso simbólicamente, quién sabe si para bien o para mal, en una nueva era. Cierto que el ex mandatario cubano –a quien uno se resiste, entre otras razones por motivos históricos y anímicos, a calificar como ‘dictador’; pero no quiero entrar en ese debate—llevaba una década apartado del poder ejecutivo, pero no dejaba, con su presencia física, de ser un referente de otra época, de otro siglo, de muy diferentes circunstancias que se prolongaban, desde el ayer, hasta el hoy.
El comentario ante la desaparición de quien tantos titulares de prensa protagonizó durante más de medio siglo tiene que mirar, así, hacia adelante, y no hacia atrás. Vivimos una era de aceleración histórica en el mundo, en Europa y, claro, en España, donde, por muy poco que gusten los cambios al Gobierno que ganó las elecciones, lo cierto es que soplan también vientos de mudanza, aunque aparentemente casi nada haya cambiado para que, sin embargo, muy poco vaya a seguir, incluso a corto plazo, igual.
Entrar en comparaciones y equiparaciones siempre resulta un riesgo que puede derivar en un estrepitoso fracaso, pero creo que esa mudanza que se aventaba en España se aceleró notablemente cuando, el 23 de marzo de 2014, falleció Adolfo Suárez, que llevaba bastantes años anímicamente muerto, pero que en su día significó una profunda revolución en relación con la era de la dictadura, con la que él terminó gracias a que dio la vuelta al Estado como un calcetín, entre julio de 1976 y junio de 1977. Siempre pensé que la desaparición física del duque de Suárez hizo comprender a los españoles que muchas cosas iban a cambiar. Y, en estos dos años y medio, cambió hasta el Rey, dando paso Juan Carlos I a Felipe VI; cambió el sesgo de muchos ayuntamientos, cambió la composición del Parlamento hasta entonces básicamente bipartidista… En el fondo, si bien se mira, y aunque Mariano Rajoy siga en La Moncloa, la España de abril de 2014 se parece poco, en lo más profundo, a la actual, de finales de noviembre de 2016, cuando oteamos, no sin aprensión, hacia lo que puede depararnos 2017. Los españoles nos hemos instalado en la conciencia del cambio, guste más o menos a los ‘instalados’; lo que nadie puede predecir muy bien ahora es si ese cambio discurrirá por los senderos acertados.
Pienso que, de la misma manera, los cubanos, que llevaban ocho años acostumbrados a que a Fidel le sucedió en la presidencia casi más de lo mismo, su hermano Raúl, saben que ahora empieza verdaderamente el cambio. Aunque el cambio ya estaba, incluyendo la cuasi normalización de relaciones con los Estados Unidos, ahí, larvado. Ahora, el anciano Raúl tendrá que vérselas, sin alguien como Obama y sí con alguien como (el no mucho más joven que Raúl) Trump en la Casa Blanca, con la nueva era. Y con un pueblo cubano que sabe que, sin la larga sombra de Fidel tutelándolo todo desde su retiro y desde su eterno chándal, el Gran Cambio es inevitable, aunque, ya digo, ¿hacia dónde?
Lo que quiero poner de relieve es que hay muertes que, aunque el fallecido ya no desempeñase funciones ejecutivas, nos abren los ojos hacia nuevas realidades: acabó, ahora sí que sí, la época de Fidel y con ella pasan al baúl de los recuerdos definitivos, casi como ‘batallitas del abuelo’, las vivencias de muchos como quien suscribe, los viejos posters del che, los debates sobre la bondad o la maldad histórica de una figura que fue, al margen de toda discusión, carismática. Y que cambió, de alguna manera, el mundo. Qué quieren que les diga al respecto, cuando los españoles nos hemos conmocionado incluso con el inesperado fallecimiento de una alcaldesa que fue emblemática, como Rita Barberá, y que ahora se ha convertido en el símbolo de unas persecuciones quizá excesivas contra una corrupción que ya no es la misma que hace una década. Un símbolo de algo que nos ha sumido a los ciudadanos, pensemos como pensemos, en una profunda introspección: ¿lo estaremos haciendo bien, es justa nuestra medida de la justicia?. Y, al final, estas reflexiones, incluso íntimas, ¿no son los prolegómenos de los grandes cambios masivos de actitudes?
Volviendo a la inmensa noticia de las últimas horas, la que acapara todos los titulares. La muerte de Fidel, claro, la esperábamos desde hace tiempo: la necrológica estaba confeccionada años ha en todos los medios de comunicación. Como la del admirado, y admirable, Adolfo Suárez. O la de Franco, un olvidado del que acabamos de recordar su óbito, hace cuarenta y un años. En cambio, no esperábamos (¿o sí?), y dicho sea, por supuesto, en muy otro plano, la muerte de Rita. Pero estas, todas ellas, son desapariciones físicas que marcan un antes y un después, independientemente de que, de vivos, sus tiempos ya estuviesen pasados desde mucho antes. Ahora, al mundo, a Europa, a España, a nosotros mismos, nos toca sacudir la modorra del pasado y gestionar el porvenir, que está ahí, llamando, no siempre educadamente, a nuestras puertas.
fjauregui@educa2020.es
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