La destitución de Belén Barreiro como directora del CIS tiene muchas aristas y ha provocado muchos comentarios. Demasiados. Excesivas sospechas en una sociedad que se quiere democráticamente sana.
La destitución de un director/a del Centro de Investigaciones Sociológicas siempre va acompañada, por parte de la oposición, de los elogios a la profesionalidad e independencia de ese director/a cesado/a. Y ello, al margen de que, también de manera invariable, ese mismo cesado/a hubiese sido puesto a pan pedir por los partidos de la oposición cada vez que las encuestas del CIS les eran desfavorables. Supongo que es parte del juego perverso que hace que todas las encuestas, ‘cocinadas’ mejor o peor, indiquen unánimemente que la clase política no goza precisamente del aprecio de la opinión pública.
Ahora se dice que doña Belén Barreiro, que ha tenido aciertos y desaciertos clamorosos en sus predicciones políticas, ha sido fulminada de la dirección del CIS por la vicepresidenta Fernández de la Vega por no ‘cocinar’ sus sondeos a gusto de La Moncloa. No he podido constatar la veracidad de esa grave acusación, y tampoco estoy seguro del todo de que me resulte así, en la brutalidad con la que ha sido expuesta por algunos sectores, verosímil. Pero sí estoy convencido de que el Gobierno (y, en cierta medida, la oposición) han perdido de nuevo una oportunidad para demostrar a los ciudadanos que de veras quieren reconciliarse con la opinión de la gente de la calle e instaurar unos modos políticos verdaderamente nuevos y democráticos. Que es, a mi entender, lo que de veras importa, más allá, incluso, de que en esta partida concreta haya habido juego más o menos sucio.
Desde el comienzo de los tiempos de andadura democrática se ha insistido en los ataques al CIS por ser presuntamente un instrumento de influencia y manipulación por parte del Gobierno de turno. Creo que no ha habido un solo director del Centro que no haya recibido los rayos de la crítica provenientes de la oposición, que insistía en que era apenas un títere del inquilino de La Moncloa. Y me parece que, también desde el comienzo de esos tiempos, se ha recalcado por los observadores que el CIS, como otros organismos e instituciones, no debería depender del ‘dedo’ gubernamental, sino responder a un consenso al menos entre las fuerzas políticas mayoritarias. Como algunas veces ha ocurrido con el presidente del Consejo del Poder Judicial y del Supremo, con el director de RTVE o incluso –aunque el Gobierno de Zapatero quebró en este sentido una regla no escrita—con el director de los servicios secretos, el CNI. O como debería ocurrir con los miembros del Tribunal Constitucional, que ya estamos viendo las dificultades para su me parece que urgente renovación.
Los del CIS son unos servicios que pagamos todos –bueno, como también los otros antes citados–, de los que debemos disfrutar todos con la seguridad de que no ha habido manipulaciones ni interferencias indeseables a la hora de medir la temperatura política del país. Conste que no digo, porque no estoy en condiciones de hacerlo, que tales interferencias hayan existido siempre, ni siquiera de forma sistemática; pero sí digo que el procedimiento del nombramiento discrecional del director del Centro por parte del Consejo de Ministros, sin consulta obligada –y, menos aún, consenso—con la oposición, es una práctica cuando menos democráticamente discutible.
Si se trataba de cesar a la señora Barreiro, adelante. Pero ni se ha explicado suficientemente el relevo –precisamente, mecachis, cuando se avecina una larga etapa de elecciones—ni, que yo sepa, se ha tomado para nada en cuenta la opinión del PP o de los otros partidos parlamentarios a la hora de seleccionar al sucesor, persona por lo demás me dicen que técnicamente irreprochable y a quien, desde luego, aprovecho para desearle muchos éxitos. A pesar, ya digo, de que viene viciado de origen, manchado por esas lacras antidemocráticas que aún perviven en nuestro ordenamiento legal y en las costumbres de quienes, ay, nos mandan.
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