Los cien primeros días de gobierno de Mariano Rajoy y su equipo han pasado, diría yo, con algo más de gloria que de pena, al menos si hacemos la media de los comentarios periodísticos que este período emblemático ha suscitado. Cierto es que a Rajoy y a su ‘entorno de hierro’, en el que sobresalen la viepresidenta Sáenz de Santamaría y el equipo económico compuesto por el cuarteto Guindos-Montoro-Soria-Báñez, se les puede acusar de muchas cosas, pero no, desde luego, de pereza a la hora de afrontar la reforma: parafraseando a John Reed –y/o a Alfonso Guerra–, han sido estos cien días que mucho han cambiado a España y que auguran que, al final del proceso, no va a reconocer a este país ni la madre que lo parió. Confiemos en que, pese a todo, sea para biena
Me comentaba un ministro la semana pasada, caminando por los pasillos del Congreso, que no hay que seguir la máxima ignaciana, según la cual en tiempos de crisis no se debe hacer mudanza; «es lo contrario, los cambios hay que hacerlos cuando la crisis aprieta». Y la crisis, la parte del iceberg que no conocemos los simples mortales, debe ser muy gorda cuando, en una misma rueda de prensa tras el Consejo que dio ‘luz verde’ a los Presupuestos, tanto la vicepresidenta como el ministro de Hacienda hablaron de «situación límite» y «crítica» para referirse a la economía del país y a la necesidad de ajustarse, un poco más aún, el cinturón.
Con este lenguaje que no da lugar a esperanzas edulcoradas está gobernando Mariano Rajoy, y lo hará en las semanas venideras, en las que algunas fuentes que le son cercanas prometen acelerones y un cierto cambio de estrategia, o quizá solamente de táctica. Es el caso que, ante las dificultades o ante el rechazo ciudadano a unas políticas, siempre se acaba culpando a la comunicación de todas las culpas: comunicamos mal, han dicho y dicen todos los gobiernos e instituciones que en el mundo han sido y son, mientras, de reojo, miran con enfado hacia el pobre encargado de elaborar las líneas comunicacionales.
Me parece que señalar con el dedo acusador a, por ejemplo, la Secretaría de Estado específica, desempeñada por Carmen Martínez de Castro, atribuyéndole cualquier responsabilidad de que los votantes asturianos y andaluces se retraigan a la hora de echar su papeleta en la urna favoreciendo al PP, sería una notable injusticia y una muestra de miopía preocupante. Me parece que ya va siendo hora de que, entre los aciertos de su gestión, Rajoy incluya una más frecuente y normalizada aparición pública personal ante la ciudadanía –televisiones, ruedas de prensa, encuentros con los medios– para explicar lo que hace, por qué lo hace y las razones que le han forzado a incumplir mucho de lo que dijo en la campaña electoral que haría y que no haría. Pensar que la vicepresidenta, o que la secretaria general María Dolores de Cospedal o, en su ámbito, el siempre presente Ruiz Gallardón, puedan bastar para cumplir este papel, es, creo, muy desacertado.
Y es que Rajoy, a quien cabe atribuirle la tarea de acelerar el tremendo ritmo reformista, permanece como alejado, como por encima de lo que sus más activos y eficaces ministros actúan. Tendría que haber sido él quien compareciese en la sala de prensa de La Moncloa, la jornada posterior a la huelga, para dar la primera noticia sobre los Presupuestos, de la misma manera que tendría que haber dado alguna explicación más completa sobre las razones que, a su juicio, hacen perder votos al PP. En política, las formas cuentan tanto como el fondo; ¿cuántos días más esperará el presidente, a quien hay que reconocerle que se está fajando en Europa y ante el mundo, para que los españoles le vean la cara, comprueben que está ahí, que tiene una hoja de ruta definida?
Me parece que el aprecio ciudadano por Rajoy se ha incrementado desde aquellas encuestas, tremendas, de hace poco más de un año en las que más del ochenta por ciento de los sondeados decían fiarse poco o nada del entonces candidato a presidente. Es verdad que el maillot amarillo, conseguido con mucho esfuerzo, da alas; pero los ciudadanos, que no son meros espectadores, quieren, me parece, algo más.
El Rajoy de los ciento tres días de mandato tiene la oposición más en Bruselas que en la calle Ferraz, donde un Rubalcaba desdibujado hace lo que puede para contener la marea del desánimo. Cuenta con mayores críticos entre los de su partido que en las filas socialistas. Tiene presiones más fuertes entre los grandes empresarios y banqueros, para no hablar ya de las agencias de ‘rating’ o de las viejas damas grises en las que se han convertido los grandes diarios anglosajones, que entre los sindicalistas que solo aspiran a que los reciba, o entre los medios de comunicación. Que, por cierto, hasta el momento, le aplauden mucho más de lo que le critican. Y ello, por mucho que algunos en el cuartel de Génova se empeñen en acusar a la radio y la televisión públicas de ejercer maniobras, que patentemente no existen, contra este Gobierno. Algunos deberían aprender que las voces disidentes, críticas, no siempre son desleales o vendidas al enemigo. Si alguna vez hubo ‘comandos Rubalcaba’, que lo dudo, desde luego que ya no queda ni rastro de ellos. También en esto es afortunado Rajoy: sigue teniendo al país mayoritariamente tras él, aunque las desconfianzas y la angustia, más que el rechazo o la ira, llenen las calles de manifestantes contra algunos aspectos, sin duda mejorables, de la reforma.Sea como fuere, el Rayoy de los doscientos, o de los mil cuatrocientos –es lo que queda de Legislatura– días, no puede seguir siendo el icono frío, silente y distante de estos cien primeros. Es preciso que la esfinge, además de moverse, hable.
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