corresponsal (de guerra) en Madrid

Ayer, por primera vez en siete meses, me atreví a ir al teatro, en plena Plaza de Santa Ana, Madrid. Gentes que, como uno mismo, se sentían casi poseídas por un valor suicida simplemente por salir de casa, por escuchar las severas admoniciones por los altavoces –“la mascarilla en todo momento, no se puede salir de la sala hasta que se lo ordenen”–, aguantar sin toser toda la representación, no vaya a pensar alguien que. Y, luego, tomar una caña, con las distancias impuestas, con unos amigos, en dos mesas separadas, que éramos siete. Aprovechábamos, creo, las últimas horas antes de la semi reclusión, o lo que fuese que el destino nos deparaba de la mano de Salvador Illa o de la presidenta Díaz Ayuso. O quizá de ambos en abierta confrontación.

Si escribir, prescribía Larra, es llorar, escribir estos días aciagos en Madrid va más allá: es desesperarse, indignarse, sentir las ganas de rebelión al borde de la garganta. Ser corresponsal en Madrid, como algunos a veces nos autotitulamos algunos, es más bien ser corresponsal de guerra. La batalla de Madrid se ha hecho ya legendaria, es la representación central de la batalla entre las dos Españas, y nos afecta, a quienes en esta Comunidad habitamos, de una manera crucial, vital, esencial: no sabemos, cuando esto escribo el viernes a media mañana, lo que nos ocurrirá a todos, o a unos cuantos, o a muchos, dentro de unas horas. Tal es el caos. La pandemia ahonda la brecha entre el norte, que trata de mirar hacia otro lado, y el sur, que prepara su reivindicación. Tambores guerreros, lucha de clases propugnada desde el coligado de Sánchez. La absurda contienda, que es política y no piensa en el ciudadano amenazado por el virus, entre el Gobierno central y el autonómico nos deja indefensos, sabiendo que el bien supremo para ‘ellos’ no es el bienestar de las gentes que cada día menos van por las calles.

El comercio y la hostelería madrileños perderán, dicen, 600 millones en los próximos dos meses, sin contar con la incidencia de la no-campaña de Navidad (ya nos han dicho que probablemente no haya cabalgata de reyes). Sesenta mil empleos más se perderán antes de diciembre. Un paseo por la Gran Vía, por la capital de los Austrias, por la Plaza Mayor, es simplemente deprimente: locales cerrados, tiendas de ‘souvenirs’ definitivamente arruinadas y el otoño lluvioso que empieza a apoderarse de las calles vaciadas en la que fue la ciudad más alegre del mundo.

No quiero hacer una crónica costumbrista –Ah, Galdós…–, pero tampoco una crónica política para no estallar de rabia, aunque es obvio que el brutal desencuentro está teniendo efectos en la coalición del PP con Ciudadanos y en el propio seno del Gobierno central, donde no todos entienden la que parece ser estrategia bélica dictada por, al parecer, Iván Redondo, o eso dicen sus detractores. Claro que en la CAM tampoco son mancos a la hora de lanzar misiles. Fui de los tontos que dejó aflorar su optimismo cuando, hace diez días, Pedro Sánchez e Isabel Díaz Ayuso, entre cantos a la unidad, se reunían en la Puerta del Sol.

A las pocas horas, las hachas de guerra, nunca del todo enterradas, se desenfundaban. Uno ya no sabe qué tiene que ocurrir en este Wuhan a la española para que nuestros representantes reflexionen y se dejen de pelear porque unos quieren desalojar de los Nuevos Ministerios las estatuas de Largo Caballero e Indalecio Prieto, mientras los otros consideran esta iniciativa casi una herejía. Pregunté a varios alumnos y ni idea tienen de quiénes fueron estos ilustres señores, ni les importa un rábano si se van de sus pedestales o se quedan.

Seguramente, en el resto de España resulta difícil entender el clima extremo que se vive en Madrid. Sé que nuestros jóvenes andan angustiados por su futuro, sabiendo que habrá dos generaciones perdidas. Muchos han dejado de pisar la Universidad y se indignan porque se culpe a los botellones de todo el estropicio. Lees unos periódicos y otros de signo distinto –unos atacan sin piedad a Díaz Ayuso, otros la defienden sin recato— y crees vivir en dos países diferentes. Lo dicho: ser corresponsal en Madrid es la guerra. Una guerra de la que este fin de semana huían a decenas de miles los sufridos capitalinos.

fjauregui@educa2020.es

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *