Este año, la copa de Navidad que la Presidencia del Gobierno ofrece a los periodistas desde hace dos décadas se celebró el 16 de enero. Una anomalía más en el calendario político agitado de este país. No estaba la cosa como para reunirse con los informadores un día entre el 20 y el 22 de diciembre, que es cuando habitualmente tenían lugar estos encuentros. Incluso este martes, 16 de enero, los periodistas que acudíamos esperábamos ver la tensión reflejada en los rostros de Mariano Rajoy y de los miembros de su Gobierno –no todos, pero la mayoría– que acudieron al encuentro con los chicos de la prensa. La cosa seguía estando que ardía, con la constitución del nuevo Parlament catalán este miércoles.
Soy un atento observador, desde la obligada distancia –no es fácil para alguien como uno acercarse al presidente, y no por culpa de euno, claro—de Mariano Rajoy y de sus reacciones. Nunca defrauda: no hay reacciones visibles. Al presidente, en los corrillos, le preguntábamos por la constitución este miércoles de la Mesa del Parlamento, por qué hará el Gobierno en el caso de que se intente alguna ‘trampa legal’ que facilite una investidura telemática de Puigdemont, o cualquiera de las otras ocurrencias que puedan pasar por las mentes, creo que bastante agotadas y hasta agobiadas, de los independentistas. Pero Rajoy, que estuvo atento y hasta amable con esos asfixiantes corrillos que organizamos los periodistas en ocasiones como esta, da pocas señales de vida; si tiene un plan B, lo esconde bien.
Y esta fue mi desazón en la fiesta, ejem, ‘navideña’ de La Moncloa: el Gobierno no tiene idea de lo que va a ocurrir en estas dos semanas cruciales para la unidad de España y para la marcha política del país. Recurrirán al Constitucional todo lo que puedan, pero no hay política tras el muro de códigos y togas de jueces. Claro que tampoco los independentistas parecen saber, por las últimas noticias que nos llegan desde su frontera particular, qué hacer: chocarán contra el 155, contra el juez Llarena, contra el Supremo en pleno, chocarán contra sí mismos –las divisiones internas ya son más que patentes. ¿Cómo no, cuando la dirección política del tren que va al abismo la lleva Puigdemont?–. A partir de este miércoles, por si hiciera falta, quizá vayamos a asistir a la crónica de la chapuza política más grande que se haya ensayado en esta nación en un siglo.
Pero eso sí: puedo certificar, ya digo que como forzado observador desde la distancia, como oyente desde el fondo de los corrillos, que a Rajoy no se le mueve un pelo. El presidente del Gobierno más agobiado de las últimas ocho décadas aparece relajado, calmoso. No es como si no pasara nada: estoy convencido, cada día más, de que él cree que en realidad no pasa nada, que todo se va a arreglar con el paso del tiempo, ya se pudrirá lo malo y florecerá lo bueno. Me lo comentaba un corresponsal extranjero, que por una vez ha encontrado un trato aceptable en La Moncloa: al menos, me dijo, esa actitud de lord inglés paseando por Bond Street tranquiliza a los ciudadanos. O no…que diría el propio Rajoy. A mí, si le digo la verdad, todo me sonaba, uno mismo incluido, casi a fin de ciclo. Esto se agota y no hay nada que lo sustituya. Feliz post Navidad, que es como la posverdad con canapés retrasados.
fjauregui@educa2020.es
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