Cuando llega el rugido de la calle

Para un político que aspira a representar verdaderamente a la ciudadanía, resulta suicida no escuchar el rugido de la calle. Peor todavía si atiende solamente al fru-fru de los trajes oscuros y los uniformes de gala en los cócteles capitalinos, mientras la ciudadanía, o sectores de ella, anda manifestándose por ahí, con mayor o menor virulencia. Ahora, tras los festejos, llega esa hora de la calle, que es una hora peligrosa, imprevisible: nadie sabe dónde acaba el rugir más o menos indignado y cuándo comienzan el estrépito, la algarada, la alteración del orden. Que se lo pregunten a Macron, que se enfrentaba al fin de semana más angustioso que la capital francesa haya conocido en muchas décadas. O, sin ir más lejos, a Quim Torra, último responsable de escenas de represión policial y violencia callejera en estos días que ríase usted de aquellos excesos policiales del 1 de octubre del año pasado.

Subido en un ‘set’ televisivo el pasado 6 de diciembre, desde el que se dominaba cuanto iba ocurriendo en el frontal del Congreso de los Diputados en su hora más solemne, la conmemoración del 40 aniversario de la Constitución, pude apreciar perfectamente los movimientos de los ciudadanos que, situados frente a la puerta de los leones y rigurosamente vigilados por la policía, se manifestaban ruidosamente a favor o en contra de los políticos que iban llegando al palacio de las Cortes para participar en el último, el más brillante, de los actos conmemorativos, una serie magníficamente organizada, por cierto, por la presidenta de la Cámara Baja, Ana Pastor.

Dentro de esa Cámara ocurría lo solemne, lo oficial, los aplausos al Rey emérito. Fuera, se imponía la ‘pena de paseíllo’ a los representantes de la izquierda que trataban de acceder al recinto lo más desapercibidos posible y la ‘gloria del aplauso’ a los dirigentes de formaciones de la derecha. Resultaba obvio que aquella manifestación para nada silenciosa había sido cuidadosamente planificada, y que aquellos centenares de personas vociferantes eran, seguramente, ‘voxiferantes’, usted me entiende.

Nada que objetar. A tomar la calle. Desde otros sectores se animan muestras callejeras en favor de la República, que fue la gran reivindicación, una enmienda a la totalidad de la Constitución que ha prometido guardar y servir su aliado Pedro Sánchez, hecha por Pablo Iglesias y Alberro Garzón a su llegada al palacio del Congreso. Seguramente, por cierto, allí murió la ‘entente’ que ha sostenido al Gobierno del PSOE en la Legislatura más endeble que hemos conocido. La mayoría de la Cámara aplaudía la trayectoria de Juan Carlos de Borbón; una minoría presentaba una querella por sus presuntas corruptelas. Dos Españas, lo de siempre.

Y, mientras se desarrollaba en Madrid el acto que sin duda estaba cerrando una época –la del recuerdo, laudatorio y/o acusatorio a Juan Carlos I, la de la influencia de los cuatro ex presidentes del Gobierno, la de la primera Transición–, en Cataluña, a golpe de porra de los ‘mossos’ en Gerona o en Tarrasa, se abría otra era, la del principio del fin del Govern de Torra. La debilidad de esta Generalitat quedaba de manifiesto en los lomos y en las cabezas de los manifestantes de los irracionales CDR. La marea amarilla avanza, preparando la enorme movida que se desarrollará en Barcelona el próximo día 21, cuando Pedro Sánchez traslade allí su Consejo de Ministros. ¿Cuál será entonces la situación de los presos catalanes que llevan ya una semana en huelga de hambre?

Difícilmente habrá ya un encuentro pacificador Sánchez-Torra: la calle va a ganar la partida. Que es lo que ocurre cuando esta partida la pierde la mejor política a manos de las porras policiales, e insisto en que se lo pregunten a Emmanuel Macron, ayer adorado por los vecinos del norte, hoy, como Torra, vilipendiado. Es en esos momentos, es con esas imágenes, cuando se quiebra esa deseable normalidad, ese dorado aburrimiento de la cotidianeidad, que es lo que caracteriza a una buena democracia. Y ojo, que las calles, los controles del peaje de las carreteras, los aeropuertos, se pueden parar con medio millar de ‘cuperos’, de indignados, de fanáticos, de revoltosos que empuñan el coctel Molotov. Y entonces llegan las cámaras de televisión extranjeras y ya se ha montado eso que Mariano Rajoy, para simplificarlo todo y no hacer nada, resumía como ‘un lío’. Menudo follón, sí.

fjauregui@educa2020.es

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