El debate, cuando la amnistía está a punto de pasar del rechazo del Senado a la aceptación del Congreso, se traslada ahora a plantear si esa amnistía ha tenido algo que ver con la ‘normalización’ del ‘problema catalán’, una normalización –relativa—que habría quedado expresada en los resultados de las recientes elecciones catalanas, donde el constitucionalismo experimentó un avance significativo, mientras que al independentismo le ocurría lo contrario.
Pero ¿de veras los indultos, y luego la amnistía, han tenido tanta influencia en las urnas? ¿De veras, como dice Pedro Sánchez, “el perdón tiene un efecto sanador” siempre? Lo dudo, la verdad, dado que el partido que más ha avanzado en votos y escaños con respecto a los comicios anteriores ha sido el Popular, que, como vimos este martes en el debate en el Senado, por si hubiera hecho falta, no es precisamente un entusiasta de esta medida, a la que combate con todas sus fuerzas.
Y respecto al presunto ‘efecto sanador’ del perdón, como dice Sánchez: tengo la sospecha de que el principal beneficiado por esta amnistía, en el caso de que pueda serlo venciendo la oposición judicial, es decir, Puigdemont, para nada quiere esa normalización que es el objetivo principal de la acción desarrollada por Pedro Sánchez, al menos según sus propias declaraciones.
Puigdemont, que no ha ganado las elecciones, trata de retorcer los resultados, presionando para que el ganador, el socialista Illa, le ceda el paso, con su abstención en la investidura, hacia la presidencia de la Generalitat. Una presidencia que le correspondería, en buena democracia, al ganador, es decir, el propio Illa. Está, pues, proponiendo Puigdemont la anomalía suma: trasladar al Gobierno catalán las malas prácticas en el Ejecutivo central –que el ganador no gobierne, merced a pactos ‘contra natura’ alcanzados por el segundo clasificado–; es decir, que quien votó al PSC y a Illa precisamente para que Puigdemont no saliese elegido vea cómo su voto no ha servido de nada. De ninguna manera podemos tolerar que esta desmesura tan antidemocrática vigente en el Gobierno central se traslade a los gobiernos autonómicos: más bien creo que todos deberíamos presionar para la reforma de nuestra normativa electoral, tan dañina para el sistema porque fuerza a hacer ‘extraños compañeros de cama’, que decía Churchill. .
La normalización en Cataluña pasa por la retirada de la política de gentes precisamente como Puigdemont, que sigue empeñado en imponer unilateralmente una vía independentista que ya obviamente una mayoría de catalanes no quiere. La normalización pasa por establecer reglas tan sencillas como que quien gana las elecciones debe gobernar, con o sin las alianzas que más convengan o sean posibles, partiendo de que lo auténticamente anómalo hoy en España es una normativa electoral que no causa sino problemas. Normalización es la seguridad jurídica en que las leyes serán cumplidas y que una labor en favor del secesionismo, perfectamente legítima por otro lado, se adaptará a los cauces previstos legalmente. Normalidad es cumplir las sentencias del Tribunal Supremo en materia de enseñanza. Normalidad es no coaccionar al ciudadano en sus preferencias lingüísticas. Normalidad es…casi siempre absolutamente lo contrario de lo que se hace en la práctica, en Cataluña y, si se me apura, en el resto de España.
La amnistía, por lo excepcional –se concede en caso de un cambio de régimen para borrar ‘delitos políticos’ cometidos
durante una dictadura anterior, por ejemplo–, está lejos de lo cotidiano que ha de acompañar al cumplimiento de las leyes. Nada más anormal, por tanto, que una amnistía, que rompe esa aburrida rutina que, según dicen los suizos, es la esencia de la mejor democracia.
No, no hay normalidad en Cataluña ni la amnistía ha actuado, ni actuará, en beneficio de normalización alguna. Más bien está contribuyendo a dividir seriamente el cuerpo social y político de la ciudadanía del conjunto de España e incluso las opiniones que sobre nuestro país transitan en los pasillos de la Unión Europea.
No estoy necesariamente en contra de la amnistía, en términos generales, incluso cuando en mi opinión se trata de una medida dudosamente constitucional: ya nos hemos ido a acostumbrando, ay, a que la Ley Fundamental sea hollada con argumentos torticeramente leguleyos. Pero no creo que una medida anómala, destinada a procurar la impunidad e inmunidad a personas que cometieron delitos que son de todo menos habituales, pueda solucionar la situación política que se vive en Cataluña o en el resto de España. Máxime cuando los beneficiarios de esa medida de gracia insisten en que ‘lo volverán a hacer’, patentizando que para nada existe un propósito de la enmienda. No, el perdón, señor Sánchez, no ha tenido precisamente un efecto sanador.
La amnistía ha creado una quiebra irreversible entre las dos Cámaras legislativas; ha abierto una brecha entre los hombres de leyes, los jueces, los fiscales, las instituciones, los medios, en la opinión pública en general. De acuerdo en que los resultados de las elecciones catalanas certifican que la situación en esta Comunidad es mucho mejor que la de 2017, cuando los ahora en vías de gozar de la amnistía –ya digo, jueces mediante—cometieron sus delitos, aquellos que tan execrables parecían también a quienes hoy quieren, en beneficio propio y no en el de patria, borrar tales delitos. Si esto es normalidad, venga Dios y lo vea: la normalidad no puede lograrse a base de la anormalidad.
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