Me ha parecido sencillamente escandalosa la actuación oficial española ante los acontecimientos de Libia: tardía, anodina, ineficaz. Sobre todo, en lo que se refiere a nuestra representación diplomática en Trípoli: escasa ayuda a la colonia española, inoportuno y medroso cierre de la legación, envío escaso y deficiente de información ‘in situ’. El reproche es un clamor en el Ministerio ahora regentado por Trinidad Jiménez, que no ha sido precisamente un dechado de celeridad a la hora de reaccionar en una crisis que ha estallado no demasiado lejos de las fronteras españolas. Y menos mal, me cuentan, que el Rey sí ha mantenido contactos con algunos de los protagonistas de la actualidad norteafricana, como el marroquí Mohamed VI, el estadista que ha sabido virar en redondo ante el anuncio de la tormenta…
Claro que la lentitud de movimientos de la jerarquía diplomática española –consta que la irritación con sus responsables en el seno del Ministerio es bastante grande—no ha hecho sino corresponderse con la imperante en la Unión Europea, que ha aguardado hasta este viernes para celebrar una ‘cumbre’ específica sobre la crisis que agita desde Marruecos hasta Yemen: disparidad de criterios, búsqueda de protagonismos inconvenientes, descoordinación, reflejos nulos, falta de firmeza son algunas de las muchas acusaciones que se pueden dirigir contra esa eurodiplomacia representada por Catherine Margaret Ashton, que ostenta el pomposo título de Alta representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Seguridad. O sea, casi nada de provecho.
Y es esa eurodiplomacia con pies de barro la que tendrá que decidir hoy qué hacer con esa Libia que ya está partida, con ese Túnez indeciso, con ese Egipto que es una incógnita, con ese Marruecos cuya identidad y estabilidad hay que preservar. Pero Europa, y desde luego España, ya ha llegado tarde a esta caída de un muro que es mucho más importante y trascendente que la de Berlín. ¿Tendrá remedio la demora?
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