La semana, que de manera tan incómoda comenzó, en el plano económico y en el de las relaciones exteriores, concluyó con perfiles preocupantes en lo que atañe a la salud del Jefe del Estado. Y es que ¿cómo no preocuparse ante inesperados accidentes como el sufrido por el Rey en una partida de caza en Botsuana?
Claro está, todos los accidentes son inesperados; pero, en este caso, me refiero a esos ‘desplazamientos privados’ del Monarca, de los que a nadie se da cuenta y de los que, en más de una ocasión, el Jefe del Estado ha regresado lesionado. Presumiblemente, el nivel de seguridad que rodea a Don Juan Carlos en estos desplazamientos es menor que en viajes y visitas oficiales, y el riesgo, máxime cuando no hace tanto tiempo que ha sufrido una operación en la pierna, es, por tanto, mayor.
Sería bueno que estos desplazamientos cinegéticos o bien se limitasen a lo razonable o que se les diese un tratamiento menos ‘clandestino’. No seré yo quien entre en lo que alguien, aunque sea el Monarca, hace o no en su vida privada –aunque resulta bastante inconveniente que media España haya hecho del tema una comidilla para cenáculos y mentideros, máxime en tiempos en los que se prescribe una mayor austeridad pública–. Pero estimo que la buena salud de Don Juan Carlos sigue siendo imprescindible para los españoles: ¿quién es el último recurso diplomático en conflictos delicados, como los que en ocasiones nos han enfrentado a personajes arbitrarios como el Rey de Marruecos o, ahora, a la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner? Pues no es otro que Don Juan Carlos de Borbón, que se ha ganado la simpatía y el respeto de prácticamente todos los mandatarios del mundo: nuestro Rey sigue siendo nuestro mejor representante, nuestro primer comercial, nuestra más conocida y sólida referencia.
Si estamos, efectivamente, entrando en una nueva era, parece necesario que también el Jefe del Estado introduzca algunas reformas en los usos y costumbres de su Casa, y lo dice alguien que, como yo, siempre se ha declarado monárquico. No me refiero tanto a un mayor ajuste presupuestario, que no sería tampoco algo desdeñable, sino a la conveniencia de una mayor vigilancia por parte del Gobierno de lo que el Ray hace o no hace. Insisto en que no es una referencia a tal o cual habladuría sobre cuestiones íntimas del Monarca, sino a que cosas como la ‘sorpresa’ que nos daba La Zarzuela en la madrugada del 14 de abril –la fecha parece, para colmo, una broma macabra—no pueden, sencillamente no pueden, repetirse.
Cuando la persona que encarna a la Monarquía quisiera coloca su vida privada por encima de los intereses nacionales –y desde luego no podría ni quisiera afirmar que este sea el caso ahora–, debería comenzar a pensar en transferir responsabilidades. Máxime cuando don Felipe de Borbón reúne, a mi juicio, todas las cualidades deseables para el cargo que ocupará un día.
Y lo digo, por supuesto, desde la mayor consideración y afecto a la figura de un Rey que ha prestado, y sigue prestando, enormes servicios a España, pero que acaso produzca ocasionalmente la sensación de que olvida lo necesaria que es una Corona firme y estable en momentos en los que tantas cosas –menuda semanita– se tambalean a nuestro alrededor.
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