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(La votación de hoy en la APM, si ganamos y sabemos administrarla, debe significar una revolución en el periodismo madrileño. O eso, o seguir muriendo)
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Veo una creciente preocupación entre mis colegas; no solamente acerca de lo que ocurre esos días en España, sino, acaso más grave, sobre el desconcierto que nosotros vivimos. No me extraña que le estemos transmitiendo a usted ese desconcierto. Cuando esto escribo desconozco aún el resultado de las elecciones para la junta de gobierno de la Asociación de la Prensa de Madrid, en una de cuyas candidaturas figuro como vocal ‘de a pie’. Tomo estas elecciones, lógicamente de tono mucho menor en comparación con lo que nos está pasando, claro está, simplemente para reconocer que los periodistas, que debemos ser los intermediarios entre los actores principales y la sociedad, estamos en general tan perplejos como ustedes, los lectores, la opinión pública. Y tenemos que admitirlo.
Demasiados factores, acontecimientos que delatan la improvisación con la que se gestiona la vida de los españoles, pesan sobre nuestras mentes y sobre nuestras conciencias. Y sobre nuestros ordenadores. Añádase a ello la falta de transparencia, cada día más alarmante, que reina sobre la (des)información que los informadores recibimos, valga la redundancia, y tendrá usted una muestra cabal de lo que está pasando. Y, sobre todo, de lo que no está pasando.
En un día como éste en el que escribo aguardamos las sentencias, que no entendemos, de los ERE; o la que le caerá a Quim Torra por un tema tan menor –en comparación con sus muchas culpas—como una desobediencia a los dictados de la Junta Electoral Central. O, sobre todo, el veredicto de las conversaciones secretas entre Pedro Sánchez y su socio ‘in pectore’ Pablo Iglesias…Ambos convocarán este fin de semana a sus militantes, para saber si estos apoyan el pacto de gobierno ‘de progreso’ de coalición al que llegaron en poco más de veinticuatro horas. Y la militancia tendrá que decir ‘sí’, porque saldrá, por supuesto, ‘sí’, sin conocer ni quién desempeñará qué cargos en qué Gobierno, con quién, aliándose con qué fuerzas (¿qué habrá que dar a Esquerra Republicana de Catalunya a cambio de su abstención en la investidura? Se preguntan todos, sin obtener respuestas) ni con qué programa de actuación. Votar, así, no es un acto democrático, y lo pongo como mero ejemplo, entre otros muchos actos nada democráticos que nos hacen vivir.
La desfachatez que enarbolan nuestros representantes nos tiene, a los ‘mirones’ de los medios, por completo desarbolados; la aplicación de las leyes, tal y como se hace, es arbitraria, los valores que sustentan un Estado se resquebrajan, cada día ocurren acontecimientos inéditos en comparación con el día anterior. Todo es nuevo y no es precisamente avance. Ni retroceso; simplemente, la ocurrencia de la jornada, como esos menús a doce euros que responden a la inventiva feraz –a veces feroz—del ‘chef’: puede que no todos sean sanos, pero, eso sí, responden al fuego de artificio que esa jornada toca. Y barato, paisa, barato.
Y luego están nuestras propias culpas. Exigimos a nuestros representantes políticos que debatan, y nosotros, ante nuestras pequeñas elecciones internas, somos incapaces de debatir nuestros programas. “Esto no es una tertulia”, me dijo un día, severo, un ilustre colega cuando pedí que la Asociación de la Prensa organizase un debate sobre lo que estaba pasando en nuestro seno. O sobre cualquier cosa: esto se llena de silencios, de Villarejos escuchantes, de ‘grandes hermanos’ que informan de lo que hacemos: nunca ha habido más medios, pero menos información. Y, a todo esto, no enarbolamos nuestra protesta, que sería lo que nuestros ciudadanos esperan de nosotros, o la enarbolamos de manera que nadie nos hace caso.
Tenemos un Ejecutivo en funciones y que no funciona sino para ir, ministros y ministras de la mano, a los saraos de la capital; un Legislativo que, simplemente, parece haber dejado de existir; un Judicial polémico y que ha sobrepasado en diez meses su plazo de mandato. Y ahora, con este cuarto poder, que lucha por nadar en estas aguas que, más que tormentosas, son el mar de los sargazos, certificamos que el sistema se tambalea. No como denuncia Aznar, para pedir que se marche Sánchez de La Moncloa –pero ¿y los votos que ha logrado?–, sino de manera más sibilina, más paulatina, más profunda. Porque lo que ocurre en Cataluña no es solamente el zafio Torra, ni los males del país entero se resumen en lo que decimos en los titulares de los periódicos, en ese cinismo ‘oficial’ de decir que todo se hace para el pueblo, pero, eso sí, sin el pueblo.
Y ahora me voy a votar en mi Asociación, con la tenue esperanza de que es posible que, desde nuestro modesto rincón en la sociedad civil, planteemos el cambio; pero ¿qué cambio? ¿Nos atreveremos alguna vez al Cambio, con mayúscula, que creo que este país anda necesitando?
Fjauregui@educa2020.es
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