No tengo remedio: me había propuesto dejar pasar diez días sin enviar mi columna sindicada, pero como el espectáculo patrio es el que es, no he podido resistirme, y he escrito el siguiente desahogo:
Como existe Internet, que el periodista pretenda que no se entera de lo que pasa en su país, aunque, como es mi caso, esté cerca del Polo Norte, resulta tarea inútil y poco creíble. Inevitable, para alguien que se dedica a estos menesteres míos, seguir la trifulca patria, ahora con el socialismo madrileño, y no con Cataluña, Valencia, Castilla La Mancha o Andalucía, como epicentro. Inevitable también, aunque uno se haya impuesto unos días de reflexivo silencio vacacional, escribir estas líneas, impulsadas por una mezcla de escepticismo, indignación e inútil melancolía.
Hablo, aunque podría hablar de otras cosas, de la pelea Gómez-Jiménez, con Zapatero-Blanco-Pajín moviendo hilos, cada uno los suyos, desde las bambalinas (aunque sean visibles); resulta, desde la distancia, simplemente ridícula, cuando no insignificante. Eso que produce los titulares locales de un agosto hasta ahora no demasiado pródigo en noticias resulta sencillamente inexplicable –y mira que lo he intentado– para unos amigos británicos que viven en este norte noruego en el que me encuentro: ellos están acostumbrados, dicen, a las elecciones internas, al debate abierto, como el que Hillary y Obama mantuvieron hasta la nominación definitiva.
Contra lo que me dicen mis bienintencionados y algo ingenuos amigos, no creo, la verdad, que la clase política, proceda de donde proceda, esté dispuesta a lavar en público trapo sucio alguno; pero sí pienso que en determinadas democracias más añejas que la nuestra se obliga a los partidos, a los que el contribuyente mantiene, a una mayor transparencia de la que es habitual en las formaciones políticas de casa.
Formaciones en las que hemos conocido desde espionajes internos y escándalos dinerarios que algunos jueces, por cierto, tienen dificultades en ver, hasta este rifirrafe del socialismo madrileño que evidencia lo que ya se sabía: quien manda es un dedo que está en Ferraz, o sea, en La Moncloa, y que no vengan con monsergas de que son las federaciones regionales –porque ya se sabe que hablamos de un partido federal… federal en teoría, como todo lo que ocurre en la política española, les explico a mis británicos— las que deciden quiénes son los candidatos.
Pocas veces hemos visto tal ejemplo de falta de democracia interna, practicada con agostidad y alevosía, como ahora. O como cuando se obligó a un vicealcalde, también madrileño aunque del ‘otro’ partido, a renunciar a su derecho a reclamar justicia tras haber sido espiado, si quiere seguir en la poltrona. Me pregunto, desde la distancia, eso sí, cómo pretenden mejorar la opinión que la ciudadanía, según el CIS, tiene de ellos con tales procedimientos. A veces uno, lo confieso, siente el deseo imposible de quedarse a hibernar en los fríos semipolares antes de que una de las dos españas acabe helándole el corazón…
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