El Gobierno que seguirá a esta pesadilla, cuando esta pesadilla acabe, no podrá ser el mismo que ahora tenemos. Habrá que discutir eficacias, posicionamientos, cohesiones y hasta quizá algunas traiciones. Incluso habrá que analizar cómo han actuado otros dirigentes políticos ajenos a la gobernación, como Pablo Casado o Alberto Núñez Feijoo. O Inés Arrimadas. Ninguno de los citados tiene que ver con pretéritas tomas de posición de sus partidos: ha desaparecido, laus Deo, la crispación en las filas del PP y aquel cerrilismo de los tiempos de Rivera en Ciudadanos, que impidió cualquier acuerdo con el Gobierno socialista. Ahora, me gustará comprobar que en el seno del propio Ejecutivo se sabrá, una vez que salgamos de este horror, actuar en consecuencia.
Cuando este miércoles se celebra una sesión plenaria –es un decir a estas alturas, claro—en el Congreso de los Diputados para autorizar al Gobierno de Pedro Sánchez a prolongar el estado de alarma hasta, al menos, el próximo 11 de abril, veremos hasta qué punto la pandemia, algo inédito en las vidas de todos nosotros, ha obrado el milagro de acabar con ciertas polémicas absurdas y artificiales entre Gobierno y oposición. Ahora lo importante es salir de una situación casi apocalíptica, la peor desde la guerra civil española –Sánchez dixit–, en la que nuestro país bate récords mundiales de muertos diarios, de escasez de recursos y de incapacidad para afrontar en toda su dimensión el desastre. Que cadáveres se amontonen en algunas residencias de ancianos y que el palacio de hielo madrileño, lugar antes lúdico, haya tenido que habilitarse para albergar cuerpos fallecidos, da una idea de hasta dónde han llegado las cosas en una situación que no se distancia demasiado de aquellas epidemias de peste que nos relatan crónicas de la Edad Media.
Algún día sacaremos a relucir críticas y lecciones que hay que sacar de todo este espectáculo de falta de previsión, lógico hasta cierto punto si se quiere; pero a ver quién se lo explica a los familiares de los fallecidos, a los que hacen colas en los hospitales, a los que creen tener síntomas y no consiguen hacerse las pruebas. La sanidad española, atendida por gentes sin duda heroicas y preparadas, se vanaglorió en su día de ser la mejor del mundo. Hoy, ya ni sé qué les diremos a nuestros hijos cuando esto pase, que claro que pasará.
A mí, lo que más me inquieta no es, como digo, la relación entre el Gobierno y la oposición en estos tiempos de necesaria unidad, sino la que existe entre el Gobierno y el Gobierno. Todos los días leemos e intuimos divergencias entre el sector llamémosle ‘moderado’ del Ejecutivo, cada día más sólidamente representado por Nadia Calviño, y algunos representantes de Podemos. Aunque algunos portavoces ‘morados’, como Pablo Echenique, nos acusen a algunos, muchos, periodistas de ‘perseguir’ a Pablo Iglesias, temo que lo cierto es que el vicepresidente segundo del Ejecutivo no está concitando, por su afán de protagonismo que le hace incluso abandonar una cuarentena a la que los demás estamos obligados, con las simpatías de la generalidad de los ciudadanos. Ni la ministra de Igualdad, Irene Montero, su compañera, cuya última imagen es la de cabeza manifestante en aquella marcha desgraciada del 8 de marzo, tampoco es que encabece ahora los rankings de popularidad.
Lo digo por poner apenas dos ejemplos de que la marcha del Gobierno, con un discutible, discutido y titubeante Sánchez a la cabeza, es, francamente, mejorable: todavía no he escuchado ni una autocrítica por aquella absurda rivalidad en el Gabinete acerca de qué manifestación habria que hacer en el Día de la Mujer; ya sé que ahora hay cosas más importantes, pero no podemos desatender la pureza de la democracia ni siquiera en estos momentos de total aflicción..
Ya digo que el momento llegará de abordar frontalmente, y sin las restricciones casi de rigor estos días, todo esto. No quisiera precipitar nada, pero me parece que quien pueda hacerlo –o sea, la opinión pública, la sociedad civil, toda la ciudadanía—debería empezar a calibrar que otras políticas, más allá de la ocupación del poder partidista, son posibles. Y deseables. Si acabáramos de comprenderlo y comenzásemos a practicarlo, no digo yo que este infierno que estamos viviendo hubiese merecido la pena, pero al menos nos habrá valido para algo.
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