Siempre he dicho que, en el fondo, España es un país feliz. No por tener más bares, más sol y más juergas flamencas que otros vecinos del Norte, claro está. O no solamente por eso. Somos felices porque el debate nacional, que es eterno y omnipresente, se centra siempre en lo más anecdótico, lo que nos impide casi siempre ir al fondo, tan complicado, del asunto. Inútil culpar a los gobiernos de promover lo superficial sobre lo verdaderamente importante; creo más bien que hay que atribuir esta voracidad por lo epidérmico a una suerte de maldición nacional, que algunos podrían, a primera vista, llamar idiosincrasia.
Y, así, cuando tenemos un Senado necesitado urgentemente de una reforma profunda que lo convierta en una Cámara operativa, que sirva para algo, el gran circo nacional se centra en el uso de los pinganillos por Sus Señorías para atender a la traducción simultánea de las intervenciones a las distintas lenguas cooficiales que conviven en este país nuestro.
Nadie tiene la menor noticia de lo que los padres de la Patria dijeron en la memorable sesión del martes, en la que por primera vez se introdujo el uso del desde ahora célebre pinganillo en los plenarios; probablemente, las intervenciones tampoco tuvieron mucho de memorable. Pero, eso sí, las fotografías de los senadores escuchando, atentos, pinganillo en oreja, la traducción castellana de lo que el colega vasco decía en euskera, el gallego en gallego y el catalán en catalán, eso sí que copó portadas de informativos y comentarios encendidos de articulistas y tertulianos.
El ridículo tiene mal remedio. Y tan ridículos son el propio establecimiento de la traducción simultánea –fíjese que ni siquiera aludo al coste de la misma—como algunas de las reacciones airadas que esta novedad, absurda e innecesaria, ha provocado. De nuevo el centralismo jacobino frente a los tendencias disgregadoras; de nuevo la derecha contra la izquierda, el Estado contra los estados.
Y, así, el mismo día en el que se recrudecía el debate subterráneo sobre cómo embridar el gasto de las autonomías, que es tema central en la marcha de un Estado que un ex primer ministro se atrevió a llamar “inviable”; pocas horas después de que un presidente del Gobierno amenazase, en un medio de prensa extranjero, con una prohibición a las comunidades para que emitan deuda propia, pues precisamente en esos momentos todo lo que se le ocurre a la España cañí es rasgarse las vestiduras porque en el Senado, institución sesteante donde las haya, se instale una traducción simultánea.
No hay peor sordo que el que no quiere oir, ni peor traductor que aquel a quien nadie quiere atender. Y, ya que estamos, no hay peor pinganillo que el que debería más bien colocarse en los cerebros que en los oídos para facilitar el entendimiento. ¿Es que no hay nada más divertido, ni más urgente, que hacer que esta guerra permanente entre dos españas que solamente coinciden en el teatro del absurdo, en el esperpento valleinclanesco y en la felicidad de la pelea goyesca a garrotazos, siempre, eso sí, afanados por la tala del árbol que nos impide ver el bosque? País…
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