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(el hombre impenetrable, imperturbable, siempre tras el Rey)
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Reconozco que me sorprendió el “acto privado” (así fue oficialmente definido) con el que el Rey Felipe VI, apenas ante media docena de asistentes, entregó en Barcelona el premio Cervantes al poeta catalán Joan Margarit. Y me sorprendió no muy agradablemente, la verdad: la sensación que dejó, y me atengo a algunos comentarios de prensa de las últimas horas, fue la de un acto casi clandestino, huyendo del posible ruido hostil de las calles catalanas, de todas maneras ocupadas en ese momento con la convocatoria de unas elecciones que tendrán, para muchos, consecuencias temibles. Resulta impropio, y eso tiene también que ver con el discurso, tan traído y llevado, de esta Nochebuena, que cada visita del jefe del Estado a Cataluña haya de envolverse en un halo atemorizado de silencios, ausencias y cautelas. Pero ¿Quién lleva esta estrategia de comunicación del monarca?
Creo que no de todas de cuantas quizá desacertadas puedan ser algunas iniciativas de La Zarzuela tiene la culpa este Gobierno, por muy dividido que esté en lo referente a la forma del Estado y sobre cómo hay que proteger a la figura del Rey. Claro que esta patente divergencia en cuestión tan fundamental en el seno del Ejecutivo resulta enormemente peligrosa para la estabilidad de ese Estado, es decir, España. Pero es lo que ha escogido, a modo, supongo, de ‘antisomnífero’, el presidente de ese Gobierno: convivir en la cuerda floja con quien puede llegar a ser el enemigo.
Y yo faltaría a la que creo mi obligación como periodista si no dijese que, al margen de las consideraciones que atañen a la acción o inacción del Gobierno, se advierten algunos yerros importantes en la sin duda siempre bien intencionada actuación del entorno que rodea a la figura del propio Felipe VI. Así, debo añadir que me parece urgente, en consecuencia, una renovación en algunas funciones, un cambio en ciertas actitudes, un nuevo giro en bastantes iniciativas. Si pedimos en ocasiones remodelaciones ministeriales, porque los titulares de algunas carteras ya no responden a las nuevas coyunturas, ¿cómo pensar que algunas responsabilidades ejecutivas en las instituciones habrían de ser vitalicias?
En la Jefatura y la Secretaría general de la Casa del Rey desempeñan su trascendental labor figuras que llevan muchos años al lado de Felipe de Borbón, primero como príncipe de Asturias, luego, desde la abdicación de Juan Carlos I, como Rey. No me atrevo a cuestionar, desde luego, la pasada trayectoria de una figura como la del abogado del Estado Jaime Alfonsín, que lleva al lado de Don Felipe, primero como jefe de su Secretaría, ahora como jefe de la Casa, ya un cuarto de siglo, con fidelidad, honradez y seriedad admirables. Es ese hombre, de 66 años, que, con rigurosa seriedad y sin que una sola mueca en su rostro revele su estado de ánimo, aparece siempre tras el Rey, imperturbable. Es quizá quien más influye en la Casa, y a él se le achacan una parte de los aciertos de estos años, pero también del protagonismo en la incuestionablemente desafortunada marcha fuera de España de Juan Carlos I, con quien las relaciones del jefe de la Casa son, por decirlo de manera abreviada, mejorables.
Ignoro, porque la transparencia en La Zarzuela nunca ha sido excesiva, y menos en estos tiempos de tribulación, cuál ha sido el papel de Alfonsín y del influyente jefe de comunicación de la Casa en la redacción del mensaje navideño de este jueves, el que más expectativas ha generado desde aquel que Don Juan Carlos pronunció el 24 de diciembre de 1975, recién muerto Franco. Ignoro también cuánta ‘mano’ ha logrado meter el Ejecutivo en un mensaje que no le corresponde ni redactar ni, menos, censurar. Aunque sospecho, eso sí, que desde el Gobierno le han llegado a Don Felipe insinuaciones en el sentido de que de ninguna manera podría alguna mención a Don Juan Carlos, el padre del Rey y quien fue jefe del Estado durante casi cuarenta años, estar ausente de las palabras del mensaje real. Unos quisieran que para distanciarse más de su antecesor y progenitor; otros creo que han aconsejado una aproximación al menos sentimental, que evite la sensación de un conflicto dinástico latente o ya presente.
Lo que de ninguna manera puede ser este discurso es uno más, amable y algo ambiguo, de los que han marcado la tradición navideña. Tampoco puede ser, dada la actual ocasión(un saludo a los preocupados españoles, congregados, en lo posible, en torno a la Nochebuena), un aldabonazo como aquel del 3 de octubre de 2017, en plena crisis secesionista catalana. Pero tampoco creo que Cataluña, o el ridículo ruido de sables oxidados que escuchamos hace algunas semanas, puedan estar del todo ausentes en el discurso de quien es, a mi entender, uno de los mejores reyes en la Historia de España: no más huidas respecto de ‘la cuestión catalana’. Ni de ninguna otra cuestión. Han ocurrido, están ocurriendo, muchas cosas en este país en el primer año del gobierno de una coalición sin precedentes: es mucho lo que se está desmoronando sin que aparezcan cimientos nuevos claros. Y eso no puede, pienso, silenciarse como si nada sucediera.
Y lo mismo vale decir para la política exterior; véase, si no, esa insólita declaración del primer ministro marroquí volviendo a reivindicar Ceuta y Melilla –ciudades que el Rey debería visitar cuanto antes, a mi entender—. España está perdiendo peso e influencia en el mundo a ojos vista, y esta es cuestión que, sin duda, también compete en no pequeña manera a la Jefatura del Estado: imposible olvidar aquel viaje a Marruecos de quien aún era Príncipe Juan Carlos cuando, en 1975, con Franco agonizante y España debilitada, hubo de hacer frente a la ‘marcha verde’ decretada por Hassan II. Ocurre que al jefe del Estado le corresponde una representación ante el mundo que Juan Carlos de Borbón ejerció con eficacia durante muchos años, hasta el desmoronamiento final de su imagen, y que Felipe VI ha venido desempeñando igualmente con dignidad.
Lo digo porque no son solamente ojos y oídos españoles los que esta noche del jueves van a estar muy pendientes de lo que proclame el ciudadano Felipe de Borbón. Que es, además, el Rey de España y, por tanto, el primer español, el embajador de embajadores, la cara más visible de la nación. Seguro que él no lo olvida, pero quizá algunos de quienes, a base de ignorar la realidad dan en pensar que esta realidad no existe, tampoco deberían olvidarlo. Un Rey, creo, puede hacer casi todo. Menos defraudar.
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