Sí, falta un mes. Un mes para que concluya la campaña electoral menos emocionante de nuestra historia reciente y, sin embargo, la más importante y trascendental de cuantas hayamos acometido los españoles desde que se inició la primera transición, allá por las elecciones constituyentes de 1977, casi treinta y cinco años ya…
Digo que la campaña es poco emocionante porque los resultados se anticipan con muy poca, parece, capacidad de sorpresa: las encuestas que aparecían este domingo en distintos medios de comunicación eran apabullantes. No todos los sondeos se pueden equivocar de manera tan estrepitosa. Y eso es algo perceptible tanto en el ánimo –que trata de ser prudente—del Partido Popular, donde todo son quinielas de ‘ministrables’, como en el del Partido Socialista, donde todo son cábalas acerca de qué ocurrirá con Pérez Rubalcaba si se confirma la catástrofe y cómo se reconstruirá el PSOE desde una oposición debilitada. Es decir, las incertidumbres apuntan más al post-20-n que a lo que vaya a ocurrir en esa jornada de viaje a las urnas.
Y, sin embargo, en este mes pueden pasar, pasarán, muchas cosas. Conoceremos, al fin, los programas electorales de las principales formaciones contendientes, que hasta ahora no aportan, me parece, novedades verdaderamente revolucionarias que vayan al encuentro de, por ejemplo, las demandas de los miles de personas –no todos precisamente jóvenes ni inadaptados—que salieron a las calles españolas este domingo.
Veremos el efecto electoral de unas manifestaciones que, es cierto, cuentan con la clara antipatía del PP, pero que tampoco salen precisamente en apoyo del Gobierno socialista ni de su candidato. Y ya veremos también qué ocurre el día de reflexión, cuando la Junta Electoral vuelva a ordenar que la policía disuelva a los que se concentren –si es que se concentran, que desde luego lo están pensando—en la Puerta del Sol.
Cierto: unas decenas, o centenares si usted quiere, de miles de manifestantes en una decena de ciudades no pueden condicionar ni las ofertas electorales ni el voto de la inmensa mayoría de los ciudadanos, que no son ni resignados ni indignados, ni ilusionados; las encuestas dicen que el español medio, que ni sale a la calle a manifestarse, ni milita en partido alguno, está decepcionado, inquieto y quiere el cambio como mal menor. Y que piensa que lo que hasta ahora hemos tenido –lo siento por Rubalcaba, que es el mejor candidato posible de ese espectro—está, pura y simplemente, agotado.
Luego, pero luego, vendrán las consideraciones sobre si es la crisis mundial la que va a producir, en todo o en parte, la caída estrepitosa y el vuelco en el Parlamento, que no será, claro es, solamente en el Parlamento. El cambio, aunque Mariano Rajoy y sus creo que competentes asesores no lo puedan prever, es obvio que va a ser mucho más profundo de lo que nos cuenten los programas electorales.
¿Y el efecto ETA? Los más competentes e informados analistas creen que la banda del horror, que ha sido la pesadilla de los españoles durante más de cuarenta años, está a punto de dar un paso irreversible, un paso esperanzador. Que la llamada ‘conferencia de paz’ de San Sebastián, que se celebra este lunes con el apoyo de los socialistas y la enemiga –pero con sordina—del PP, tenga poco o mucho que ver con el movimiento que se espera de los terroristas es secundario; lo principal es que existe una sensación creciente de que ‘algo’ va a ocurrir que hará que ETA no vuelva a ser lo que lamentablemente fue. A continuación, claro, se hablará del efecto que ese movimiento pueda tener en las urnas del 20-n, pero a mí me parece que los españoles lo tienen ya descontado: Rubalcaba hizo un buen trabajo contra la banda, de acuerdo; pero ni eso va a salvarlo del desplome, creo. Y conste que, en parte, lo lamento, porque, aun conociendo bien las debilidades (y fortalezas) del candidato socialista, siguen sin gustarme las mayorías absolutas apabullantes. Que es, parece, lo que nos viene dentro de un mes.
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