Una como ola de tristeza embarga este verano las portadas de los periódicos y desanima las ya desangeladas cenas vacacionales. El país que, hace apenas ocho meses, era el más alegre y bullicioso del mundo se ha trocado en un espacio lánguido, en el que ni se fuma, ni se bebe, ni se viaja, ni se liga. Y esto también –también, porque no solo—es culpa del coronavirus, al que tampoco –tampoco—los españoles hemos sabido hacer frente.
Sorprenden los elogios, en medio del clima de total pesimismo, a un ministro, Illa, por haber simplemente cumplido con su deber convocando de urgencia –y muy tarde—a los responsables sanitarios de las autonomías y acordando con ellos medidas drásticas necesarias, me dicen, pero que provocarán demandas y querellas sin fin ante los tribunales allá por septiembre. Ese septiembre, falta medio mes, que suscita todas las aprensiones. Lo que ocurre es que Illa se hizo presente en medio del desastre de los rebrotes mientras algunos de sus compañeros de Gabinete, empezando por el presidente y los vicepresidentes, callan porque están como ausentes. O del todo ausentes: ¿dónde está la ministra de Educación ahora que el curso escolar amenaza con ser el rey de todos los caos? ¿Dónde el de Fomento, dónde la responsable del turismo? Ha sido un curso durísimo, sí, pero la desdicha, que nos sitúa a la cabeza de Europa en casi todo lo malo, no toma vacaciones. La incompetencia, a veces, tampoco.
Escribo desde Madrid en la jornada de todas las fiestas patronales, pero, ay, sin fiestas patronales. En uno de los epicentros del contagio y en el centro de la España que cambió (para peor) en estos siete meses. Tras haber leído una treintena de periódicos, a cual con cargas de mayor pesimismo. Y ya no le hablo a usted de algunos diarios y telediarios europeos y norteamericanos, que han convertido a España en una especia de lazareto a evitar, sin que desde aquí hayamos sabido reaccionar con mínima contundencia. Y eso, lo del lazareto, es solo una parte de las ‘peculiaridades’ que se destacan por ahí de una nación, la nuestra, cuyo ex jefe del Estado durante 38 años sigue perdido por esos mundos de Dios. Más morbo periodístico, llamémoslo así, ya no cabe.
Ocurre que muchas de nuestras deficiencias estructurales crónicas explotan ahora: las reformas que la Constitución, las administraciones autonómicas y locales, las leyes básicas, las costumbres y usos democráticos, estaban pidiendo a gritos han estallado contra el muro de un Gobierno empeñado en atenderse preferentemente a sí mismo y a sus variopintos problemas internos. Y contra la pared de una oposición empecinada en no saber combinar –lo denunciaba este domingo el ex ministro Wert en un lúcido artículo—la razonable crítica a un Ejecutivo que lo hace mal con la necesaria mano tendida que, de una vez, aglutine mayorías para cambiar tantas cosas. Ya no sé qué tiene que ocurrir aquí para que nuestras fuerzas políticas, a las que hay que acusar de ombliguismo y de no estar saber reaccionar ante casi nada, se pongan las pilas. Y entonces, claro, los aplausos a Salvador Illa, que, con mayor o menor acierto según las veces, al menos cumple con su deber.
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