Hablo estos días, de cara a un reportaje televisivo que preparo, con políticos catalanes de distinta procedencia. Uno de ellos, conocido mío desde hace muchos años, persona moderada pero con arraigado pedigrí nacionalista, me dice: “aquí, en Cataluña, las cosas son diferentes a lo que tú escribes en tus artículos; pensamos diferente”. Recordé aquello que Churchill le respondió a alguien que le preguntó por su opinión acerca de los franceses: “no sé, no los conozco a todos…”. El comentario de mi amigo el político catalán sobre mis artículos contradice a Churchill y corrobora mi idea de que los catalanes, antes que hombre o mujer, socialista o liberal, alto o bajo, anhelan sentirse eso: catalanes. De ahí que un solo político se arrogue, sin más, el pensamiento de todos: “pensamos diferente”, me lanza, y se queda en su paz.
Mi admirado Francisco Fernández Ordóñez, que fue un gran político y que siempre pensó en el bien de España, me dijo un día, sabiéndose ya próximo a morir: “desengáñate; el problema de la articulación de nuestro país está en Cataluña, no en el País Vasco”. Eran tiempos en los que ETA cometía prácticamente un asesinato diario, y yo no entendí muy bien entonces la predicción de ‘Paco’. Ahora sí creo empezar a intuir la complejidad de un problema que, obviamente, no radica tan solo en Cataluña: tiene que ver con la articulación territorial de España, jamás completada en un país que, no obstante, presume de estar en cabeza entre los más longevos de Europa.
Quizá parte del problema reside en eso: en que algunos representantes, legítimos o impostados, de los catalanes creen que pueden hablar por todos ellos. Y entiendo que tal sería el caso de José Montilla, president de la Generalitat catalana, el hombre que se unió a una manifestación que puede estallarle, como un petardo levantino, ante las narices. Porque, contra lo que Montilla, que al fin y al cabo es un catalán reciente –vamos a llamarlo así–, y muchos otros pretenden, me parece que la sociedad catalana es mucho más pluricolor de lo que la piensan quienes todo lo ven exclusiva y oficialmente cuatribarrado, siendo, naturalmente, ellos los únicos intérpretes de lo que estas cuatro barras significan.
Lo reconoce el propio Josep Lluis Carod, de Esquerra, el hombre que tanto vociferó contra el Estatut “insuficiente” y ahora, no obstante, se ha convertido en el más acérrimo defensor del mismo texto: “acabará habiendo más banderas españolas en los balcones por el mundial que ‘senyeres’ en la manifestación”. Me gustaría, lo confieso, que así fuera, no porque tenga nada en contra de la senyera, sino porque sería una muestra de normalidad política y una evidencia de que no, no todos piensan lo mismo –o que no, no todos piensan ‘diferente’—en esa autonomía llena de vida que es Cataluña.
Pero me temo que vivimos tiempos escasamente policromados, en los que casi todo es blanco o negro porque nadie se atreve a manifestar que le gustan otros colores. Tiempos en los que alguien tan etéreo –prefiero dejarlo así—como el señor Montilla se siente, solventadas las minucias acerca del texto de la pancarta de la ya célebre manifa, el amo y señor de la protesta catalana contra aún nadie sabe demasiado bien qué. Y él, tampoco, más allá, claro, de que quiere mantenerse en la poltrona otros cuatro años, abanderando ese movimiento pancatalanista que él sueña unificado en torno a su persona. Vive, creo, en el error.
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