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(conste que no llamamos ‘estúpido’ a nadie; pero es una estupidez estar impidiendo los cambios imprescindibles para hacer una España moderna y más democrática. Y ¿quiénes son los responsables, eh, quiénes?)
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Cierto que el Parlamento español ha quedado en los últimos siete meses para lo que ha quedado: para que los líderes políticos se reúnan en algún salón ‘privado’ para, llegan a decir, negociar tranquilamente, lejos de los oídos indiscretos de los periodistas que son la conexión con los ciudadanos, y para, luego, ofrecer la versión pactada de sus encuentros a esos mismos periodistas, que se agolpan en la misma incómoda sala de prensa para escuchar más o menos lo mismo que ya llevan meses escuchando. O sea, el Parlamento español –del Senado ya ni hablemos: gran piscina—se ha convertido en una especie de ‘press center’ que, teóricamente, resucitará de manera oficial este martes, quién sabe si para volver a declinar o para, confiemos, recuperar sus altas funciones de arquitrabe de una democracia.
Porque el Parlamento es, debería ser, eso: el centro neurálgico de la vida política democrática española. Las anomalías patentes por las que pasa esa vida política han hecho que el hemiciclo se haya convertido en atracción de turistas y las salas de comisiones en lugares vacíos y algo fantasmales que aguardan su renacer ante el aburrimiento de los bedeles. Veremos qué ocurre este martes, cuando se constituyan, más o menos con los mismos mimbres de la anterior y fallida Legislatura, las cámaras Alta –ya digo: gran piscina, gran pinacoteca—y Baja, a la que supongo que esta vez no acudirán algunos de determinados grupos parlamentarios para montar un ‘show’ entre guardería y circense, porque eso ya han comprobado que da malos resultados; a los españoles, tan acostumbrados como estamos, pobres de nosotros, a casi todo, nos sigue gustando un mínimo de seriedad en el recinto parlamentario; que innovación, cambio y nueva política nada tienen que ver con llevar bebés al escaño, prometer el cargo con discursos esotéricos, hablar de cal viva o besarse en la boca ante los sorprendidos ministros en su escaño azul.
Claro que sería imprescindible una reforma a fondo en los reglamentos de ambas cámaras para que las cosas funcionaran de modo más transparente que con esa ‘negociación en la sombra’, un toma y daca constante, para cubrir las Mesas y, por tanto, la presidencia, especialmente del Congreso, que en la Cámara Alta ya se sabe quién va a ser el presidente, merced a la mayoría absoluta obtenida por el PP. Pero han sido muchas las veces que se han pedido y prometido esas reformas, y nulas las ocasiones en las que nuestra peculiar –vamos a llamarla, piadosamente, así– clase política se ha puesto a ello.
Así las cosas, ¿quién ejercerá la presidencia del Congreso, quién se convertirá dentro de unas horas en la tercera personalidad en el protocolo del Estado, el hombre o la mujer encargado/a de llevar al Rey las propuestas, de ordenar los debates parlamentarios, de mantener el orden cuando Sus Señorías, festivas, tratan de establecer el caos? Cuando peguntas a tus fuentes, te aseguran, muy serias, pero mendaces, que no se está negociando el nombre de un presidente. Pero claro que Hernando&Hernando, entre otros, negocian a todo vapor: ¿de nuevo el socialista Patxi López, para mantener aquello de que alguien de la oposición equilibre los excesos del Ejecutivo? ¿Uno de Ciudadanos, para facilitar el acuerdo que dé paso a la investidura de Rajoy? ¿Uno del PP, se habla de García Margallo y hasta de Dolores de Cospedal, entre otros en la rumorología, porque es el PP quien más escaños tiene, aunque no sean los suficientes como para gobernar, y por tanto quien se queda con la presidencia, y a hacer puñetas pactos y componendas?
Quién sabe. Hasta Pablo Iglesias, en su infinita audacia, intentó ‘colar’ el nombre del catalán Doménech como presidente de la Cámara Baja. Ahí queda eso. Veremos si la capacidad de pacto, si el deseo de pluralismo, se muestran al menos en este trámite parlamentario, que es, por supuesto, mucho más que un trámite. Será el primer síntoma de que nuestros aspirantes a representarnos han entendido el mensaje de que negociar es ceder algo a cambio de algo, renunciar a tener la razón en todo y desistir de pensar que el adversario está en todo equivocado. Yo, sinceramente, optimista irremediable como soy, confío aún en que esta semana que entra comenzará a hacerse irreversible la imposibilidad de que se llegue a la ignominia de esas terceras elecciones de las que algunos hablan ya sin empacho, y confieso mi esperanza en que los cuatro actores principales de esta tragicomedia en la que ya no deberían ser ni figurantes entiendan los mensajes no de las urnas, que han desoído, sino el clamor de un país que empieza a estar hasta las narices, por decir algo. Si Montesquieu levantara la cabeza, sin duda recurriría hoy a la célebre frase del asesor de Clinton y proclamaría: ‘¡Es el Parlamento, estúpido!’.
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