lgún día se escribirá una novela -de humor negro- y quizá hasta se haga una serie -tragicómica- con Carles Puigdemont como protagonista. Quien no es, desde hace medio siglo, sino un humilde cronista de la actualidad no puede hoy ni escribir una novela ni menos aún iniciar una serie que otros, con más talento y recursos, abordarán; hoy, al cronista solamente le cabe sintetizar, definiendo lo ocurrido este jueves en el Parlament de Cataluña -y aledaños- como «una vergüenza». Vergüenza colectiva.
Una vergüenza que abarca a los políticos silentes que han mirado hacia otro lado ante la saga-fuga propia de Houdini con la que Puigdemont prologó la sesión; a los mossos y a las fuerzas de seguridad, que ya deberían haber presentado alguna dimisión sobre la mesa; al Govern saliente, que no se entera de nada; al ministro del Interior y al gobierno central en pleno -no menos silente y no menos ignorante–; a una oposición que no ha sabido reaccionar con la contundencia y eficacia necesarias (todo quedó en una ‘declaración institucional’ de Cuca Gamarra) y a los medios de comunicación que allí estaban y no fueron capaces de captar ni una sola imagen de la ‘desaparición’ del fugado tras su irrupción estelar en el arco del triunfo de Barcelona, junto al Parlament (por cierto ¿cómo llegó hasta allí, con tanta gente que le buscaba?).
Estimo, hay que decirlo, que la sensación de vergüenza debería extenderse al conjunto de la sociedad, empeñada en mirar hacia otro lado y en seguir veraneando como si tal cosa cuando la situación política se estaba haciendo, simplemente, irrespirable. Lo de este jueves fue el estallido final de un proceso surrealista puesto en marcha desde hace algo más de un año, cuando se celebraron las últimas elecciones generales. Le hago gracia a usted de los episodios más esperpénticos: no hay espacio para tanto. Solamente resumiré el estado de cosas opinando que así, obviamente, no podemos seguir mucho tiempo.
Conste que me alegró la posible la investidura de Illa, aunque haya llegado hasta donde ha llegado merced a un acuerdo ‘fake’, incumplible, inconstitucional al máximo, entre el PSC y Esquerra Republicana de Catalunya. Un pacto vergonzoso que, claro, tanto el PSC como ERC saben perfectamente que no se va a poder hacer realidad en la práctica, y que provocará una enorme batalla política y parlamentaria, jurídica y judicial. Y, claro, mediática. No se trataba, creo ahora, de forzar un pacto que, si se cumple, abrirá en canal el Estado, sino de llegar a un acuerdo para ‘normalizar’ la situación política catalana y, de paso, dejar a Puigdemont -que representa la máxima anormalidad- fuera de la cancha de juego.
Pues toma normalización. Vergüenza me daba contemplar cómo se desarrollaba la sesión de investidura, con los parlamentarios como si nada ocurriera, mientras los ‘mossos’ ponían en marcha una ‘operación jaula’ para capturar al nuevamente prófugo, los servicios de inteligencia se apresuraban a decir que a ellos nadie les había llamado a aquella fiesta, las fuerzas de seguridad se encerraban en el hermetismo y los medios disfrutando de lo lindo con los trucos de Houdini.
Un Houdini que, dicho sea con sonrojo, pudo entrar tranquilamente en el país donde, ley en mano, debería haber sido inmediatamente detenido. Mientras, miles de personas y decenas de cámaras de televisión le seguían hasta la tribuna montada por Junts en el Arco de Triunfo para que, ante los micros y apareciendo en las grandes pantallas allí instaladas al efecto, Puigdemont lanzase desde allí, ‘urbi et orbe’, su discurso contra el sistema que le ha amnistiado a trancas y barrancas, aunque los jueces a los que tanto ataca hayan paralizado su tramitación aplicada al ex president.
Y después, ale hop, una bandera tapó unos instantes al hombre de Waterloo y desapareció a la vista de todos. Magia potagia. Debo reconocerle a usted que, cuando escribo estas líneas, aún no ha reaparecido, e ignoro si ha sido detenido y puesto a disposición judicial, como era lo previsible o si algún pacto secreto va a prolongar la situación inaceptable: todo estaba abierto, todo podía ocurrir, pero nada ya más ridículo. En el fondo, ya importaba poco lo que pudiese ocurrir. Eso sí, los discursos seguían, como si tal cosa, en la interminable sesión de investidura, en la que Illa, muy serio como siempre, desgranaba su programa formal de lo que será un Govern que con tanta anormalidad se iniciaba y los restantes le daban la réplica previsible. Del PSOE en Ferraz no sabíamos nada. De La Moncloa, que debe estar de vacaciones, menos. Del PP, solo lo de Gamarra, como dije.
Temo que en las próximas horas, por muchas medallas que obtengamos en los Juegos Olímpicos, los titulares de prensa -nacionales y, ay, internacionales– no los harán ni el discurso de Illa ni el de los otros intervinientes en una sesión que se preveía que iba a ser cuando menos atípica, aunque nadie pudo imaginar que esto tenía truco: el truco de la desaparición de Puigdemont en pleno centro de Barcelona, ante una multitud de seguidores y ante las cámaras de todos los medios del país. Una gran historia veraniega para el público.
Está siendo muy citada en estas horas aquella célebre frase de Marx, que dijo que la Historia se pronuncia la primera vez como tragedia, la segunda como farsa. Esta, que es la tercera, pasa de farsa a circo de payasos y equilibristas, de trileros que hacen desaparecer la bolita, aunque en este caso la bolita fue de mayor envergadura. Siento mucho no poder ir más allá en las predicciones de futuro. ¿Será capaz Illa de gestionar la normalidad más anormal del mundo? No lo va a tener fácil, no. Qué vergüenza, Señor.
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