España infinita, eterna, yo qué sé cuántas cosas más

alabra de honor: estos tres epítetos, referidos a España, entre otros calificativos, los he escuchado (y leído) en las últimas horas a raíz de la victoria de España sobre Francia en la semifinal de la Eurocopa este martes. El entusiasmo de los comentaristas de radio cuando el equipo nacional mete un gol al contrario es excesivo, sin duda, pero legítimo e incluso, dados los tiempos que corren, casi obligado y contagioso. Pero no quiere este comentario ser una crónica sobre los cronistas deportivos, por cierto magníficos, que tiene el país: es un alegato a propósito del orgullo que aún nos queda por ser españoles.

No puedo imaginar qué gritos acompañarán la espero que probable victoria de España en la final de la Copa europea en el estadio de Berlín este domingo. Ya no sé qué más se puede decir después de que «España es un escándalo» (el titular, de El Confidencial, se refería obviamente a la rotundidad de la victoria, no a otras cosas escandalosos que podríamos imaginar, ajenas al balompié), «eterna», «infinita», «inmortal», «la más grande de Europa». La victoria se vocea y la derrota se susurra: no hay gritos en las calles cuando se pierde. Sí los hay, y no pocos, cuando ganamos.

Lo que sí le puedo decir a usted es algo que me temo que resulta muy obvio, pero que sospecho que conviene que nos repitamos de cuando en cuando: el nacional-pesimismo, ese complejo de inferioridad que en no pocas ocasiones nos atenaza a los habitantes de este gran país, desgraciadamente tan mal gestionado a veces, se combate con el ondear de banderas en los estadios o con el tarareo de un himno nacional que no tiene letra ni lleva camino de tenerla. Está claro que los éxitos deportivos son un valor en alza, un haber, en la cotización de una nación, pero más desde una perspectiva interna que internacional, que también: sentirte orgulloso de tu nación es algo que, siento decirlo de nuevo, en España reservamos exclusivamente a los éxitos deportivos.

Se lo voy a confesar: disfruto viendo esta recta final de la Eurocopa en reuniones de amigos, en las que nos vestimos con camisetas de ‘la roja’ y nos pintamos la cara con los colores de la enseña nacional. Juntos nos emocionamos con los goles propios y nos desesperamos con los que nos meten los contrarios, muy pocos hasta ahora a Dios gracias. Luego ya llegará la hora de hablar de Puigdemont, de la señora del señor presidente, de los excesos o defectos de algunos jueces y de todo ese conglomerado de cosas que sirven para enfriar la euforia de todas esas gentes que salen a los balcones a gritar «España, campeona» mientras mis colegas deportivos se desgañitan en las radios inventando títulos cada vez más épicos con los que glosar las gestas de este magnífico equipo que nos representa mucho mejor que, debo insistir, algunos de nuestros representantes oficiales.

Y sí, de vez en cuando tenemos licencia para la desmesura: infinita, eterna, inmortal, la más grande… Lástima que no podamos decirlo atribuido a otros conceptos ajenos a este futbol que a todos, por una vez, nos une en este país nuestro, tan peculiar.

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