A mi regreso de una larga estancia profesional en Portugal, pregunté a un alto responsable de la Dirección General de Tráfico cómo se explicaba que, en el país vecino, los fines de semana registrasen cuarenta accidentes automovilísticos graves con el saldo de dos muertos y cuatro heridos, por ejemplo, mientras en España, en el mismo fin de semana, se producían diez accidentes graves con un balance trágico de seis muertos y siete heridos. ¿Es que en Portugal conducen mejor?, le pregunté, contra la evidencia que yo había acumulado en las carreteras lusas.
Nunca olvidaré su respuesta.
“En Portugal no se mata a los toros. Y ya acabas de ver que, como consecuencia del golpe de los capitanes el 25 de abril, el único muerte fue un soldado que se había quedado durmiendo en el barracón cuando avisaron de que había que desalojarlo porque lo iban a bombardear los fieles a Spínola. En cualquier país, cuando se va a producir una colisión, los conductores tratan de evitarla o de minimizar todo lo que puedan los daños; en España, cuando el golpe es irreversible, son muchos los que aceleran ante la colisión, para dar un escarmiento al contrario”.
Siempre he tenido la impresión de que en mi muy querida España sobra gente con mala baba, mucho más dispuesta a la pendencia que a la componenda. Y aquí, cuando se embiste, se embiste, y no quiero desplazarme mucho por el pasado del duelo a garrotazos. De hecho, creo –y la política esta nuestra lo evidencia—que es este un país donde prima, y no entiendo por qué, el elogio a la ‘firmeza’, que muchas veces es tozudez, sobre el culto a la flexibilidad. Se loa el ‘golpe de autoridad’ mucho más que el abrazo entre discrepantes.
Y negociación es igual a flexibilidad, no a firmeza. Y así, vemos que, antes de ponerse a negociar pongamos algo tan sustancial como el techo de gasto, el Gobierno estudia cómo hacerle un regate al Senado para que no pueda interponer el veto de la mayoría en la Cámara Alta. O cómo, en lugar de dialogar con las partes interesadas para lograr sacar a Franco del Valle de los Caídos, se imponen las actitudes amenazadoras y el ‘pues lo haré por decreto’. Ay esa mentalidad de real-decreto por mis santos huevos…
Y así, en tantas cosas, incluyendo el siempre espinoso tema catalán, en el que hay que reconocer que, al menos, y frente a la intransigencia secesionista, el Ejecutivo de Pedro Sánchez ha ido un paso más allá que su predecesor en La Moncloa, lo cual no es mucho decir, porque el mentado predecesor, en punto a diálogo, no hizo nada.
Porque, claro, no estoy hablando tan solo del Gobierno socialista actual, sino de casi todos los partidos, de toda una clase política poco acostumbrada a transar, a transigir, a pensar que lo primordial es la voluntad y el bienestar de los ciudadanos, no el rédito electoral que determinada actitud pueda tener para tal o cual formación política. Y, así, en la primera ronda, las presuntas voluntades integradoras y ecuménicas de las distintas ‘sensibilidades’ (me disgusta la palabra, lo confieso) del Partido Popular se han ido al garete. Por lo de siempre: porque unos –una en este caso—pedían mucho y el otro daba demasiado poco.
Faltaba, en medio, aquel mercader de Marrakech que, calificándome como un gran regateador de precios, y tras ofrecerme trabajo para discutir con los clientes españoles, me dijo: “lo importante es que salgas con la impresión de que has sido tú quien ha fijado el último precio; pero la verdad es que yo sabía desde el comienzo cuánto ibas a pagar”.
Creo que ese espíritu –espero que usted me entienda—falta no sólo en la clase política, sino en la sociedad española, tan amante del palo, sin zanahoria, en general. Y más ahora que, gracias al surrealismo político importado de Cataluña, el resto de los españoles parecemos haber involucionado, arrojándonos gustosos en brazos togados, cuya idiosincrasia es huir de cuanto huela a relativismo.
Esa filosofía, tan contraria a la definición primordial de la política, es la que parece dominarnos a todos ahora. Y así, claro, lo del Valle de los Caídos, lo del Senado, el 43 por ciento de Soraya Sáenz de Santamaría o las peleas entre taxistas y Uber, sin darse cuenta de que, en cuatro años, unos y otros quizá hayan perdido sus puestos de trabajo ante la irrupción del coche autónomo. Y es que el futuro, aquí y ahora, nos importa un rayo: lo importante es hacer prevalecer nuestras opiniones, criterios y actitudes en este presente pugnaz de nubarrones grises. Y en Portugal, con sus tan pacíficas ‘touradas’, tan cerca y tan lejos.
fjauregui@educa2020.es
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