España es país en el que ocurren, y dejan de ocurrir, tantas cosas que siempre hay alguna coincidencia en el tiempo con acontecimientos paralelos. Y, así, sucede que la conmemoración de un nuevo aniversario de la Constitución de 1978 coincide con el sonado referéndum en Italia precisamente acerca de una reforma de la Carta Magna cuyos parámetros podrían ser muy aplicables a los cambios que cada día más ciudadanos españoles quieren ver plasmados en nuestra ley fundamental: Senado, normativa electoral y territorialidad son las claves de lo que nos viene, como les vino a los italianos. Porque no tenga usted duda: esa reforma nos viene también a nosotros. Y nos viene, por fin, probablemente en esta Legislatura, que ya algunos quieren definir como ‘la del consenso’ entre las fuerzas políticas de ámbito nacional.
Digan lo que digan algunas encuestas interesadas, que quieren mezclar la, a mi juicio, imprescindible reforma constitucional con el proceso secesionista en Cataluña, habrá que reformar, por consenso entre ‘populares’, socialistas y Ciudadanos, aspectos sustanciales de una norma que nos rige, aunque a veces, bastantes veces, haya sido incumplida, desde hace treinta y ocho años. Desde el propio Partido Popular, que siempre se ha manifestado en contra de los cambios, se elevan ya voces importantes, como la de la presidenta madrileña Cristina Cifuentes, que hablan de una reforma cauta, “sin concesiones a pretensiones secesionistas”. Pero son muchos los que creen que, al final del proceso, habrá alguna ‘consideración especial’ para Cataluña, su lengua y su pretensión de ser, en el mejor de los casos, ‘una nación dentro de la nación española’. Depende, es de suponer, de cómo vayan las conversaciones con el president de la Generalitat y de que este vaya abandonando su imposible pretensión de realizar un referéndum secesionista este año que comienza.
Hay, sin duda, un largo trecho por recorrer: la reforma no será inmediata, pero espero no tener que repetir esta misma crónica casi miméticamente el año que viene, como ya me viene ocurriendo desde años anteriores. Se ha esperado demasiado para ‘abrir un melón’ que corre el riesgo de pudrirse. Lo cierto y verdad es que, tanto el Título VIII, dedicado a las autonomías, como los aspectos relacionados con la ordenación territorial, la normativa electoral, la sucesión a la Corona, la inserción en Europa y las facultades del Rey en el tránsito de formación de un Gobierno tras las elecciones, han de ser profundamente revisados. Eso, para no citar una ‘limpieza’ general que supone modernizar la Constitución en aspectos en los que estas casi cuatro décadas trepidantes han dejado desfasada una normativa que ya se entendió en su momento que era demasiado exhaustiva: todavía se habla, sin ir más lejos, del ‘servicio militar obligatorio’ o de los tribunales de honor, por poner apenas dos ejemplos.
No, no se puede convertir, como quieren dar a entender ciertos sectores que juegan en contra, la necesaria reforma constitucional en un sí o un no a ‘concesiones a Cataluña’, porque la reforma, siendo también eso, es mucho más que eso: tiene que ver con la consolidación de la forma de Estado monárquica, con la estabilidad de la financiación autonómica, con la identidad europea de España, con una mayor equidad a la hora de repartir los votos en los territorios y, en general, con una profundización de la aún joven democracia española. Son muchos los males ya casi endémicos que podrían solucionarse con una reforma prudente pero efectiva, acelerada pero no precipitada. Recordemos, en esta hora de aniversarios –asistiremos al eterno recuento de quién va y quién no a la fiesta conmemorativa, el martes en el Congreso–, que el PP tiene suscrito un pacto con Ciudadanos para crear una subcomisión que empiece a estudiar ya esta reforma, y hago este recordatorio porque tanto uno como otro partido parecen tener muy olvidado este compromiso, y el PSOE, que anda en otros acuerdos con el Gobierno de Rajoy, tampoco parece tener mucha prisa ahora por abordarlo.
Y, claro, una reforma ‘a la española’ no tiene por qué caer en los errores de la italiana. Hay que hacerla por consenso, sin dramatismos que hacen que de un referéndum dependa la estabilidad de un país y casi de toda Europa. Matteo Renzi, que planteó una reforma sustancialmente buena a juicio de quien suscribe, se equivocó, como hizo Cameron con el Brexit, haciendo depender del ‘sí’ a su propuesta su propia permanencia en el cargo: o yo, o el caos. Y, así, siempre se bordea el caos. Como, por otro lado, ocurre con los inmovilismos: que acaban conduciendo, cuando se prolongan, a la catástrofe. Ya que estamos en Italia, recordemos la máxima lampedusiana según la cual, para que todo siga igual, es preciso que algo cambie. O que muchas cosas cambien para que el sacrosanto Sistema siga en vigor.
fjauregui@educa2020.es
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