Dicen que hacer periodismo a base de conmemoraciones y aniversarios es hacer un mal periodismo. Lo comparto… excepto cuando las conmemoraciones y los aniversarios sirven para detectar anomalías serias en la sociedad actual. Es el caso del 47 aniversario de aquellas primeras elecciones democráticas, 15 de junio de 1977, la primera llamarada democrática tras el franquismo, como estos días muestra el edificio del Congreso de los Diputados, con puertas abiertas para que miles de personas visiten la sede de la democracia. Y es el caso también, curiosa coincidencia, de los diez años desde la entronización de Felipe VI como Rey, tras la abdicación de Juan Carlos I. Hoy, aquel espíritu de consenso de 1977 -qué día aquel, cuánta emoción- está por completo olvidado. Y, paralelamente, se organizan manifestaciones contra Felipe de Borbón, sin embargo, a mi juicio (y al de las encuestas), el mejor Rey que sin duda ha tenido España en siglos.
Pienso que, en estos momentos de máxima agitación política, con los fiscales enfrentados a los fiscales, los jueces a los jueces –y al Ejecutivo-, con los poderes clásicos de Montesquieu en plena debacle, con una política que se llena de muros, fango, duelos a garrotazos y malas palabras, conviene rememorar aquellos días de hace cuarenta y siete años, cuando ya el recuerdo del dictador se había casi desvanecido a los dos años de su muerte. Y cuando un espíritu de consenso llegaba al aliviado ánimo nacional, colectivamente en busca de la anhelada democracia que se nos había hurtado durante cuatro décadas tras una muy cruenta, crudelísima, guerra civil que tanto hemos tardado en superar.
Aquellos políticos constituyentes, desde Martín Villa y Fraga hasta Herrero de Miñón, Felipe González o Santiago Carrillo, por citar solamente a unos cuantos, dieron un ejemplo de renuncia a sus ‘programas de máximos’ para facilitar la concordia y llegar a pactos sustanciales como el que se llamó de La Moncloa. O el que fortaleció la cimentación de la Corona en la persona, que entonces era casi una incógnita, de Juan Carlos de Borbón. Claro que había enormes diferencias entre la Alianza Popular fraguista o el Partido Comunista carrillista, faltaría más. O entre el PSOE ‘felipista’ y la Unión de Centro Democrático, donde destacaría nombres como Joaquín Garrigues, Landelino Lavilla o Francisco Fernández Ordóñez. Pero había un bien superior: la construcción de país.
Huelga decir que, hoy, en estos momentos de ejercicio de esta política que yo llamo ‘testicular’ –esto se hace por mis santos, o no se hace porque no me sale de–, de amenazas contra los medios, contra los jueces, contra los empresarios y, desde luego, contra la máxima institución, la Corona, habría que volver la vista a aquel 15 de junio de 1977. Y también a aquel 19 de junio de 2014, cuando el Príncipe de Asturias, Felipe de Borbón y Grecia, se convertía en el jefe del Estado de la democracia española, tras la oleada de descrédito –así, me temo, hay que decirlo, incluso sintiéndote más monárquico que republicano- levantada por su padre. Son momentos en los que el país se sentía básicamente unido en torno a un futuro, y admito las excepciones a esta afirmación: nacionalismos que daban la espalda a la mera idea de patria, una izquierda-a-la-izquierda que planteaba otras opciones…
Pero, incluso en 2014, eran otros tiempos. Ni bullía aún el conflicto territorial ahora agudizado en Cataluña por todo tipo de irregularidades. Como la admisión de Puigdemont no solo como interlocutor político, sino como máximo hacedor de la política, él, el principal enemigo del Estado. Ni había formaciones demenciadas, que han logrado escaño en el Parlamento europeo y quieren dinamitar el sistema, con la complicidad de quienes piensan que el ‘cuanto peor, mejor’ debe ser la consigna. Y, claro, primaba, y hablo de hace apenas una década, el respeto por una Constitución que, sin embargo, ya iba necesitando algunos retoques. Con consenso, claro, que, junto con el sentido común, el bien más escaso en la desdichada política española.
Por supuesto que no quiere ser este un comentario nostálgico, vacío, por tanto, de contenido de futuro. Ni lamentarse con el pensamiento de que ‘todo tiempo pasado fue mejor’. De ninguna manera. Solo, y nada menos, digo que hemos llegado a una situación límite, en la que hemos dinamitado, entre todos, el ‘espíritu constitucional del 78’ y en la que estamos poniendo en riesgo , por muchas celebraciones oficiales que vayan a hacerse, sin el pueblo, la semana próxima, la forma del Estado. Claro, echas la vista atrás, repasas aquellos tiempos que viviste, ya entonces mirando desde la primera fila –el recuerdo es el privilegio de los mayores–, y solo se te ocurre una pregunta: ¿estamos locos o qué? No haré más preguntas, Señoría.Copiar al portapapeles
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