España es país binario, de blancos o negros, pero poco de paleta de colores. Izquierda o derecha, sin más. Independentismo o constitucionalismo, sin matices. Madrid o Barcelona. País despoblado o arracimado. Monarquía o República. Quizá, desde que se reinauguró la democracia, nunca como ahora, cuando estamos a la vera de varias elecciones posibles, las dos Españas se habían mirado cara a cara con el ceño tan fruncido. Habría que remontarse a fechas históricas, desde 1898 a 1931, pasando por el 22 de junio de 1977, aquellas elecciones constituyentes, o el 28 de octubre de 1982, cuando la victoria del PSOE cambió el sesgo político del país, para entender la dimensión del reto que enfrentamos: estamos ante la tragedia o la farsa, como quería Marx, interrogándonos sobre lo fundamental, quiénes somos hoy o hacia dónde vamos mañana.
La increíble marcha de la campaña electoral en Madrid, como antes ocurrió en Cataluña y antes en las elecciones generales de noviembre de 2019, muestra que no hay propuestas de construcción de una ciudad, de una autonomía, de un país, sino una pura y dura batalla por el poder. Juego de tronos, como le gusta a quien usted y yo sabemos. Las elecciones se conciben como un método de aclarar un panorama político: aquí lo empeoran. El mundo se sume en una revolución económica, climática, social, y temo que somos ajenos a tales debates y planteamientos: hemos aprobado, sin saber muy bien para qué y sin el consenso suficiente, una ley de cambio climático tras un debate en el que un diputado (de Vox) llegó a decir que el calentamiento del planeta es bueno porque menos gente morirá de frío. Y no, no ha sido la gran risa, de derecha extrema a extrema izquierda, porque hemos perdido el sentido del humor.
Ahora, por poner otro ejemplo, llegamos esta semana al 90 aniversario de la República en momentos en los que deberíamos estar interrogándonos sobre cómo fortalecer nuestra forma del Estado de una manera integradora y no, como hace una parte del espectro político, cómo horadarla. Es perfectamente legítima la alternativa, pero construida desde un acuerdo de alternativas, no, como hace sin ir más lejos Pablo Iglesias, desde el reto permanente a la ‘otra España’. Y así, en tantas otras cosas, incluyendo la confrontación política, que no puramente sanitaria, en la lucha contra la pandemia que sigue devastándonos, pese a la esperanza en las vacunaciones masivas.
Ese mirarse con animadversión –vamos a decirlo así, levemente—del país contra el país se plasma con claridad en la campaña electoral que ya ha comenzado, no oficialmente aún, en Madrid. En los propios medios de comunicación. Es una campaña feroz, en la que algún candidato parece querer poner en almoneda lo que hasta ahora está siendo una forma de vivir, de estar en política. Una campaña nacional, porque así lo ha aquerido incluso la cúpula del Gobierno, y no autonómica. Como el debate que se desarrolla en Cataluña a la hora de tratar de formar un Govern más o menos de confrontación con el Estado.
Lo digo con escasa esperanza, pero, tras el fracaso de hecho de una fórmula de coalición que, simplemente, no ha funcionado, es preciso ensayar soluciones nuevas, de alguna manera reinventar España, que es concepto que va mucho más allá de los estrechos límites de un comentario periodístico. Se ha desperdiciado la oportunidad de hacer un Gobierno central nuevo tras la dimisión del vicepresidente, que era, a mi entender, un obstáculo más para una renovación coherente y planificada. Se desperdició antes la posibilidad de construir una alternativa ‘de país’ desde el constitucionalismo en los comicios catalanes, que todo lo han llevado a peor. Ahora veo que volveremos a tropezar con la misma piedra en Madrid, rompeolas, ya sabe usted, de todas las Españas. Luego, las olas rotas ya no tienen arreglo, aunque vuelvan. Los historiadores y la Historia escribirán sobre la nación de este 2021 con tintes bastante negros, como los del 98, si no lo arreglamos entre todos.
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