Supongo que las generaciones futuras nos contemplarán como una era de bonanza en la que todos éramos un poco tontos. El lío que estamos montando con el Estatut de Catalunya, que no les importa ni a los catalanes. Todo a mayor gloria de Maragall, que es un follón ambulante. Lo de los papeles de Salamanca: otra tormenta que nadie recordará dentro de unos meses, como la de intentar que la unión de homosexuales no se llame matrimonio. Creo que somos un país feliz, que en lugar de andar preocupándose por la economía, la subida del petróleo o los más necesitados –bueno, Zapatero sí se ocupa: dice que en unos años se puede acabar con la miseria en el mundo; ¿pensará que hay que bombardear todo Africa?–, bueno pues en lugar de inquietarnos por todo eso, o por cómo nos estamos cargando el medio ambiente dejando un mundo peor a nuestros hijos, nosotros vamos y nos liamos a tortas políticas por un Estatut que no le interesa a nadie, o el Plan Ibarretxe, que ya ha dejado, por lo que se ve, de existir. O la Ley de Educación, que no hay quien entienda por qué no les gusta a los obispos. No me extraña que seamos la nación que alberga la tomatina de Buñol: unos bobos, felices, despreocupados, divididos que si El Guerra o Manolete.
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