¿Hacia un conflicto dinástico, por si faltaba algo?

En España, todo son errores en lo relacionado con la Monarquía. Errores del Gobierno, de la Casa del Rey y del propio Juan Carlos I. Una falta general de transparencia que acabará teniendo serias consecuencias, si es que no deriva en la amenaza de un conflicto dinástico, cuya sombra, aún leve, ya se delinea.

Ignoro quién habrá sido el genio de la lámpara que aconsejó al Gobierno impedir la presencia del Rey Felipe VI en el acto de entrega de despachos en Barcelona de los nuevos jueces. Una tradición de décadas situaba al jefe del Estado presidiendo, siempre en la Ciudad Condal, el segundo acto más importante del año relacionado con el poder judicial. So pretexto de defender a la Monarquía ante posibles disturbios provocados por independentistas catalanes, el Ejecutivo ha enfadado a los jueces, que se expresaron por la voz del presidente del Consejo del Poder Judicial, Carlos Lesmes, que proclamó, sin esconder las consecuencias políticas de lo ocurrido, el “enorme pesar” por la ausencia del monarca, una ausencia que servía para politizar, en el peor sentido, lo que debería haber sido una ceremonia protocolaria del ‘tercer poder’.

Ha enfadado también el Ejecutivo a las Fuerzas de Seguridad, al sugerir su incapacidad para garantizar el orden en Barcelona ante una protesta porque el jefe del Estado visite, faltaría más, una parte de ese Estado. Y ha cometido un enorme error de protocolo que es mucho más que eso: ahora bastantes dudan de que Pedro Sánchez quiera, en efecto, defender el actual ‘statu quo’ constitucional, que, por supuesto, incluye primordialmente la forma de Estado monárquica, frente a la ‘otra parte’ del Ejecutivo.

Dejando al margen las propias presuntas culpas –me atrevo a suponer que graves—de Juan Carlos I en el pasado, pienso que la cadena de equivocaciones comenzó el pasado 15 de marzo, cuando un comunicado increíblemente torpe lanzado desde La Zarzuela venía a incriminar, sin presunción alguna de inocencia, al llamado emérito en las acusaciones lanzadas desde ámbitos cercanos a la mujer fatal y al comisario corrupto, además de excluir a Don Juan Carlos de la Presupuestos de la Casa del Rey. Demasiados nervios y una cierta incapacidad de comunicación parece que aconsejaron tan mal paso.

Se agravó la cosa con la inexplicada salida del ex jefe del Estado de La Zarzuela y de España, para ir a parar nada menos que a una monarquía absolutista tan antidemocrática como es la que representan los países del Golfo Pérsico. Se presentó esta salida casi como una huida, como un exilio (ambas cosas falsas, por supuesto) y se extremó, para variar, la opacidad en torno al tema.

Aún hoy, dos meses después, es el día en el que ni desde La Zarzuela ni desde La Moncloa se han ofrecido explicaciones suficientes y creíbles a la opinión pública. Y los sectores monárquicos, conocedores del clima de tensión existente en la familia real y entre algunos de sus respectivos asesores, empiezan a decantarse por el padre o por el hijo, dado que nadie parece interesado en rebajar las obvias tiranteces, en despejar el aire enrarecido. Lo dicho: la sombra de un conflicto dinástico, que puede llevar el problema hasta los límites donde quisieran verlo los republicanos independentistas y los socios del Gobierno de coalición, Unidas Podemos, que apenas dejan pasar una semana sin recrudecer sus ataques no tanto al Rey emérito cuanto al propio Felipe VI. Creo que, desde los tiempos de Fernando VII –lo de Don Juan de Borbón fue, por muchas razones, distinto: él no llegó a reinar–, no se había producido en España un tan abierto abismo en la Corona entre el padre y el hijo.

Parece urgente que Felipe VI empiece a tender puentes. Con su padre y con la sociedad. Es a él a quien le corresponde, incluso dando algún puñetazo en la mesa ante algún exceso gubernamental. Que la causa monárquica, hacia la que quien suscribe tiende a inclinarse con las pertinentes reservas, ha perdido muchas plumas en este envite, resulta evidente.

Y que el mejor Rey que ha tenido, en mi opinión, España, Felipe VI, se vea zarandeado por extraños y también por algunos propios, resulta un barril de dinamita a cuya mecha algún irresponsable, o demasiados irresponsables, están a punto de prender fuego. Otra pretendida ruptura brusca con un pasado que, ay, todo indica que siempre fue mejor. Al menos, mejor que este presente tan incierto que nos quieren diseñar algunos.

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