Sospecho que el vendaval que agita los cimientos de tantas cosas debería conllevar, a no muy largo plazo, algunos cambios de rostros. Hablo de varias instituciones, de la patronal –ahora si que parece que se concreta, por fin, la marcha de Díaz Ferrán como presidente de la CEOE–, quién sabe si de los sindicatos…y del Gobierno. Y quién sabe si también hablo de la oposición. Algo enfermo existe en la sociedad cuando las encuestas señalan con preocupante unanimidad que alrededor del ochenta por ciento de los españoles preguntados tiene poca o ninguna confianza en los dos principales actores de la política española, Zapatero y Rajoy. Y esos mismos sondeos suspenden con reiteración a la mayor parte de los ministros, a bastantes de los políticos más relevantes de otras formaciones y, al tiempo, indican con toda claridad el descontento de los españoles con quienes les gestionan la cosa pública.
Es obvio que algo hay que hacer, más allá de lanzarse, algunos, a conspiraciones y conspiracioncitas buscando artificialmente el relevo de quienes están en la cúspide. Hay que propiciar movimientos de envergadura, yendo más allá de lo que ya se está avanzando. Me parece enormemente preocupante, por ejemplo, ese empeño del presidente del Gobierno en no hacer ya una crisis ministerial: Zapatero ha tenido el valor de cambiar muchas cosas, algunas patentemente en contra de sus creencias y en contra del programa con el que se presentó el PSOE a las elecciones, y cuentan que va diciendo casi a quien quiere oírle que lo ha hecho por el bien de España, porque se ha visto obligado por los agentes internacionales.
Y, sin duda, ZP tiene razón cuando piensa, como me aseguran que piensa, que ya no está validado para afrontar otra vez unas elecciones generales. Pero entonces, lo mismo cabría decir de varios miembros de su Ejecutivo, llegados para gestionar –cuando lo hacen—cosas muy distintas a las actuales realidades. E idéntico razonamiento valdría aplicar a quienes trataban de arrebatar a Tomás Gómez la posibilidad de disputar a Esperanza Aguirre la presidencia de la Comunidad de Madrid: es que Gómez ‘da mal’ en las encuestas, decían los ‘oficialistas’, con Zapatero y Blanco a la cabeza, que querían sustituirlo por Trinidad Jiménez. ¿Han visto, quienes así argumentaban, la valoración que esas encuestas hacen del conjunto del elenco ministerial, comenzando por Zapatero y exceptuando apenas al titular de Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, a quien persistentes rumores quieren situar en el ‘delfinato’? Entonces, ¿cómo no efectuar cambios en profundidad entre los suspendidos por la opinión pública para afrontar la recta final de la Legislatura?
Naturalmente, ni proclamo ni creo en la conveniencia de sustituir cuanto antes a Zapatero. Una maniobra precipitada –y no falta, en el seno del socialismo, quien lo esté pensando– podría acarrear a los españoles mayores males que bienes: la prudencia es ahora, parece, lo aconsejable. Pero se me antoja impensable que Zapatero se plantee no cambiar más ministros que al titular de Trabajo, Celestino Corbacho, que marcha a Cataluña para, supongo, compartir el triste destino de su jefe político, José Montilla. ¿Cómo llegar con este elenco hasta marzo de 2012? ¿Por qué evita esa refrescante mejora de imagen que supondría un plantel de caras nuevas? Sospecho que una mayoría de los españoles está harta de las viejas ideas, de las viejas recetas, de la vieja improvisación, de los viejos conejos y de las viejas chisteras. Y cómo no, de muchos rostros que, aun no siendo viejos, se han quedado caducos.
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