Que Pedro Sánchez ha venido, contra lo que decían sus programas electorales, para cambiar profundamente estructuras y hasta conceptos es algo de lo que ya no cabe duda a casi nadie. Véase, si no, ese atisbo de inminente reforma del Código Penal, que ha suscitado las sospechas de que lo que se busca en realidad es liberar cuanto antes a Oriol Junqueras –el hombre que manda en este país, aún desde la cárcel—y levantar su inhabilitación para que, en un plazo corto de tiempo, pueda llegar a presidir la Generalitat de Catalunya, haciendo olvidar al por todos indeseado Torra.
Se suscitan alarmas en la Magistratura –todo esto no puede ser más contrario a la ‘doctrina Marchena’–, en las más altas instituciones –el desgaste de la figura del Rey es obvio–, en la opinión pública: se perdió del todo la confianza en la palabra de nuestros representantes. Se hace urgente que Sánchez, más allá de entrevistas, confortables o no tanto, en los medios, potencie la vida parlamentaria convocando un debate sobre el estado de la nación, repaso imprescindible al estado de cosas que dejó de celebrarse hace cinco –¡¡cinco!!– años.
El país está al borde de la ruptura de relaciones entre lo que representa a la oposición –varias voces no bien sintonizadas—y el mundo que apoya, inestablemente, a este gobierno. Y seguramente ambas partes tienen su lado de razón, y de sinrazón, en afirmaciones y críticas a la otra parte. Quiero creer que, con sus movimientos, que afectan incluso al Código Penal y suponen un cierto desafío a las sentencias del Tribunal Supremo, Pedro Sánchez busca ‘normalizar’ las relaciones con esa Cataluña insumisa, secesionista, si se quiere irredenta; él, usted y yo, todos, sabemos que esa normalización pasa por negociaciones que implicarán hacer ‘cesiones’.
Porque también es cierto que la legislación española, que distingue mal entre los delitos de rebelión y sedición, por ejemplo, resulta escasa a la hora de defender al Estado. Me gustaría saber si, durante su etapa negociadora con Puigdemont, Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría hubiesen llegado, si se hubiese dado el caso, a ‘cesiones’ como las que ensaya Sánchez en sus pactos secretos –porque secretos son, aunque él diga lo contrario– con Esquerra. Tal vez sí, quién sabe. En las memorias de Rajoy nada de eso se dice. Y la señora Sáenz de Santamaría no ha vuelto, lástima, a decir una palabra en público. No sé si ahora tiene derecho a ese silencio.
Lo que ocurre es que proceder a la reforma de esa Legislación no puede corresponder exclusivamente a la situación de un preso, o de un conjunto de ellos, que pretendieron dar un golpe de Estado; a ese Estado que Sánchez cree poder defender. La otra ‘media España’ –por lo menos—piensa que no se puede burlar la legislación vigente y que no puede minimizarse un delito como el de la sedición, se fundamente en lo que se fundamente: es “un alzamiento colectivo y violento contra la autoridad, el orden público o la disciplina militar, sin llegar a la gravedad de la rebelión”. Las acciones de Puigdemont, Junqueras y compañía en aquel aciago octubre de 2017 de ninguna manera pueden quedar impunes. Otra cosa es que la instrucción y tramitación penal hayan sido las más adecuadas; aunque si los juristas no se ponen de acuerdo en ello, ¿cómo iba uno, desde la humildad de sus conocimientos, a atreverse a dictaminar?
Pero lo malo es eso: que los juristas andan hechos patentemente un lío, tanto sobre la extensión de la prisión provisional, la inhabilitación, los derechos de un preso a ocupar un escaño, los beneficios penitenciarios, el nombramiento de un fiscal general y tantas otras cosas; contradicciones que se resuelven con varapalos que llegan desde la justicia europea. Por eso, una reforma unilateral, no consensuada, del Código Penal y de otros ordenamientos, en estos momentos de tensión entre las cada día más claras dos Españas, contribuiría, un factor más, a partir la nación en dos mitades difícilmente conciliables.
Creo que es al Parlamento, al debate parlamentario en busca de soluciones alternativas y consensos, donde hay que llevar las reformas del futuro. Es en el Legislativo donde reside el arquitrabe de la democracia: ignorar al Parlamento, como se ha venido ignorando hasta ahora, es intolerable. Dividirlo aún más –la cosa va del baile de un escaño—a cuenta de una reforma fundamental, como puede ser la del Código Penal, traería consecuencias de futuro acaso gravísimas. Y mantenerse durante esos mil cuatrocientos días que Sánchez y sus aliados se quieren en el poder exige mucho más consenso de lo que estamos atisbando. Lo cual es también un aviso a la oposición, que habría de mostrarse más constructiva; a Sánchez no se le puede dejar solo, porque son otros, más que él y su propio partido, los que se beneficiarían de la situación.
Y si les beneficia a ellos, seguramente nos perjudica a los demás, a la inmensa mayoría.
fjauregui@educa2020.es
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