Acabo de regresar de Abu Dhabi. Me llama el director del periódico, Pablo Muñoz: «que ya se ha muerto Fraga». Le pido que publique el art´ñiculo que ya envié hace algo más de una semana, cuando Don Manuel ya se estaba acabando. Luego, herehecho un poco aquel trabajo, que erá el prólogo de un libro de inminente aparición, ‘Homenaje a Fraga de un antifraguista’. Este es el texto:
El último deseo (insatisfecho) de Manuel Fraga
Fernando Jáuregui
Me llamó alguien que ha querido mucho a quien él, y solamente pocos más, llamaba «Manolo». «Que se está muriendo; escribe sobre él, todo lo que has vivido con él», me dijo. Moriría pocas horas después, en la noche del 15 de enero. He desempolvado recuerdos, escritos…Muchas, muchas páginas escritas sobre Manuel Fraga por un periodista que, como yo, le criticó mucho, le fastidió bastante y, en el fondo, creo que le quiso, que le quise.
He escrito, ya digo, mucho sobre Fraga. Unas veces bien, otras mal. Alguna vez me sentí, cuando los accesos de cólera del indomable don Manuel, antifraguista. Reconozco que en otras ocasiones me sentí cerca del estadista, del hombre que-todo-lo-tenía-en-la-cabeza. Luego decía aquello de «la calle es mía» y nuevamente se convertía en el hombre prepotente que a nadie le gustaba. Fraga, esa fuerza de la naturaleza. Sea como fuere, ahora, en el trance de su desaparición, hay que recordarle, cómo no, en sus mejores perfiles, en los del hombre que nos blindó contra la extrema derecha, en los del político que construyó una alternativa que hoy ha llegado al Gobierno.
El último superviviente de la época dura del franquismo. El hombre que supo evolucionar hasta posiciones democráticas. Sesenta años en la brega política. Estoy convencido de que él creyó siempre que prestaba un servicio público a sus compatriotas, aunque a veces lo hiciese a su manera. No resulta difícil entrar en la personalidad recóndita de Fraga, el colérico, el que una vez, irritadísimo ante algunas preguntas con las que yo le machacaba en las campañas electorales, me lanzó, enrojecido: «cuando usted esté en política, que todo se andará…». Reconozco su nula capacidad de rencor: era capaz de expulsarte de su despacho y al día siguiente lo había olvidado, quizá porque tenía cosas más importantes en las que pensar.
Me cuenta Ángel Sanchís, su amigo, con el que almorzaba últimamente casi cada semana en compañía de Carlos Robles Piquer, de Abel Matutes y de algún otro (asistí recientemente a uno de esos almuerzos; don Manuel seguía gozando del viejo buen apetito), que su último sueño era morir como senador. No pudo ser. Mariano Rajoy se lo ofreció a la vuelta del verano, cuando ya Fraga estaba atado irremediablemente a la silla de ruedas, con dificultades para hablar, pero con el espíritu explosivo indomable: «¿quieres seguir de senador?», le dijo. «Si», respondió, sin más, don Manuel. Pero la familia se opuso: demasiado desgaste, dijo Pisco, Isabel, la hija médico que lo acompañaría siempre. Quizá quienes lo querían no deseaban que hiciera el patético. Y don Manuel, rugiente, se quedó clavado en su silla, dándole vueltas al magín, quién sabe si pergeñando su sexto volumen de memorias. Me dicen que quería morir con las botas puestas, como ese John Wayne al que me aseguran que, en secreto, admiraba.
Escribí sobre él un libro que se tituló , en el que contaba algunas de las anécdotas que me ocurrieron cuando le seguí, durante años, profesionalmente, yo como periodista, él a veces como víctima de mis escritos. Prometí a Sanchís, que fue tesorero en Alianza Popular y que nunca necesitó de la política para ser rico —más bien, creo que la política le costó dinero—, que escribiría algo así como un epitafio titulado «homenaje a Fraga de un antifraguista».
Ambos tratamos de encontrar una sexta hora para ver al León de Perbes, enjaulado en su silla de ruedas; ya era tarde. Cuando Sanchís, acompañado de Matutes, le comunicó mi intención de verle, Fraga, ya muy mal, le dijo: «Prepáreme una nota agradeciéndole que quiera venir». Le gustó que quisiera hacerle la que sin duda iba a ser la última entrevista. A continuación, Sanchís le contó el chiste de aquel sacerdote que, en misa, preguntó a sus feligreses si había alguno de entre ellos que no tuviese enemigos. Se levantó una anciana, doña Francisca. «Y ¿cómo es que, a sus ochenta años, no tiene usted ningún enemigo, doña Francisca?», quiso saber el cura. «Porque los muy cabrones se han muerto todos» dijo la anciana. Fraga, que sí tuvo muchos enemigos, se rió con ganas; puede que fuese la última vez que soltó una carcajada. Me parece que, al final, eran muchos más sus amigos que sus enemigos, aunque durante bastante tiempo fue mucho más fácil ser lo segundo que lo primero.
Creo que, todo incluido, la figura de Fraga, por legendaria, ha acabado gustándome, y que no me importa poner como título a un libro remodelado –he escrito tres que le tienen más o menos como protagonista—ese que le prometí a Sanchís: Elogio a Fraga de un antifraguista. Al fin y al cabo, uno no tiene muchas oportunidades de decir que ha pasado cinco horas y toda una vida con alguien que, sin duda, ocupará bastantes páginas en la historia de España. Así que en esta noche, 15 de enero de 2012, cuando me acaban de anunciar que Manuel Fraga Iribarne ha cejado en la lucha contra la muerte, concluyo estas líneas, que serán el prólogo del libro con el que quisiera homenajear a un hombre al que tanto critiqué y al que, casi sin enterarme, fui apreciando poco a poco.
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