Hoy no escribo de política, sino de toros. ¿O resulta que ahora escribir de toros es escribir de política? Menudo lío tenemos aquí y ahora, con tanta bandera, que no son precisamente las de la fiesta nacional. Pero he dicho que no quería, al menos hoy, hablar de política, así que reproduzco aquí el artículo que he enviado a mi columna sindicada, bastante ‘tocado’ como estoy por la cogida a mi torero-mito:
La España cainita, que goza dividiéndose en dos bandos sobre casi todo, se ha dado al debate toros si-toros no con el entusiasmo que le caracteriza a la hora de las causas inútiles, con la falta de tolerancia propia de la raza, con el gesto altisonante que correspondería a justas más trascendentes. Un debate, me parece, con la marca hispánica incorporada: es decir, tan enconado como absurdo: ¿y qué si unos quieren seguir gozando en las plazas, mientras otros se ausentan de ellas? El Rey va a los toros y obviamente los disfruta, mientras que a la Reina nadie ha podido verla en tales trances: ¿y? Pues eso: con la que está cayendo en otros órdenes de la vida nacional y, encima, ahora que vienen las grandes ferias, tenemos que cargar con el nunca del todo enterrado debate citado a cuestas.
Me declaro, sin fanatismo, a favor del mantenimiento de las corridas de toros, y pienso que, por mucho que algunos catalanes –y los abertzales vascos, y algún colectivo sedicentemente ecologista, entre otros no muchos—se opongan, habrá fiesta mientras haya quien la mantenga a base de calidad, valor, rigor y esfuerzo. Y, ahora que hablamos de reyes –impropiamente, porque todos conocen que nunca ha brindado un toro al Monarca–, quien de verdad reina en las plazas, quien las llena, quien revienta las reventas, se llama José Tomás.
Un mito de la fiesta tiene que regar su leyenda, de cuando en cuando, con su sangre. Eso le ha ocurrido al diestro por excelencia, esta vez en México: ¿estará con nosotros en lo que resta de temporada? Ojalá, porque, como digo, de él depende en buena medida ni más ni menos que el futuro de esta españolísima variedad de espectáculo..
José Tomás, junto con tres o cuatro figuras más –El Juli, Morante, Castella, a veces Cayetano, qué se yo: no soy sino un mal aficionado…–, es quien, en estas temporadas, resucita la fiesta nacional, acalla a quienes dicen que eso es barbarie, no arte. Nunca toro y torero estuvieron más en sintonía en su pelea. No he visto una sola faena de José Tomás –y he visto bastantes—en la que este personaje algo misterioso, a quien se le achaca todo tipo de fábulas –y bulos– en su vida personal, de la que tan poco sabemos, que huye de las cámaras con el mismo tesón con el que otros las buscan, no se lo haya jugado todo, para igualar su riesgo al del toro. Suponiendo que ‘todo’ sea la propia vida, que puede que en el caso de José Tomás sea mucho suponer.
Hay que desearle un pronto restablecimiento, por el bien de esa fiesta en la que tantos burócratas, politiquillos con mando en plaza, famosillos con tonadillera o duquesa incorporada, sobrecogedores de toda laya, ganaderos que siempre ganan y golfos ambulantes, transitan de acá para allá, haciendo negocio con el cuerpo expuesto del torero. Sin José Tomás, la fiesta, ahora tan en el corazón de la polémica de las eternas, ay, dos españas, sufre un serio quebranto.
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