Esta, la idea del reencuentro, será la que presida el acto en el que, si no hay dificultades de última hora, Pedro Sánchez explicará este lunes a trescientos invitados ‘de la sociedad catalana’, en el Liceu, plena Rambla barcelonesa, el cómo, el para qué, el por qué y el cuándo sobre los indultos que acaso ya el martes podría aprobar el Consejo de Ministros para los nueve encarcelados implicados en el ‘procés’ separatista. “Reencuentro, un proyecto de futuro para toda España” es exactamente el título de ese mítin que será, pienso, abucheado a la entrada por los ‘indepes’ más fanáticos del CDR y boicoteado con su ausencia por los dirigentes de una Generalitat que, sin embargo, será la más beneficiada por los indultos y por la negociación que inmediatamente después seguirá con el Gobierno central que representa Sánchez. Paradojas de la vida, en efecto.
Claro que todo lo que se relaciona con el momento catalán es una pura paradoja. Desde el tajante rechazo de hace unos meses a los indultos pronunciado por el propio Sánchez hasta el hecho de que las medidas de gracia, justificadas por la idea ‘made in Iceta’ de “fomentar la convivencia en Cataluña”, primero se aprobarán por el Ejecutivo y solo después, quizá el día 30, sean debatidas en el seno del Legislativo. Y nunca serán tratadas cara a cara con el principal representante de la oposición, Pablo Casado. Todo algo incoherente, en efecto.
No se puede pedir coherencia, me explicaba alguien del ‘establishment’, cuando las situaciones son extremas. Ni siquiera se puede pedir, opinaba, pleno respeto a los cánones convencionales de la democracia. Y puede que la coyuntura catalana, agravada por la victoria del secesionismo en las elecciones de febrero, exija, me añaden, la adopción de medidas radicales, que ya se sabe que no gustan ni al Supremo, ni a la oposición, ni a la mayoría de la sociedad española no catalana. Falta ver cómo reacciona esa oposición, que parece algo desconcertada por el vértigo de los acontecimientos y las precipitaciones gubernamentales, ante todo esto. Preveo munición gruesa, en el Parlamento y en cualquier otra oportunidad.
Lo cierto es que las cosas, con Aragonés al frente de la Generalitat, se ven desde Moncloa algo mejor que cuando su antecesor Torra –el del ‘apreteu’—desbarraba en su fanatismo, y no digamos ya nada del antecesor del antecesor, ese Puigdemont que aseguran que prepara lo que él piensa que será su regreso triunfal a las calles de Barcelona. Puede que entre el Gobierno central y el Govern, con o sin Junqueras sentado a la mesa, haya un cierto diálogo apenas para ganar tiempo, pero ganar tiempo es hoy una premisa imprescindible para emprender esa ‘normalización’ que todos desean. Me parece que Aragonés lo va a tener difícil para ser el ‘Urkullu catalán’ –hoy apenas el veinte por ciento de los vascos quiere la independencia–, pero, desde luego, no será un equivalente a Ibarretxe, hoy de todos olvidado.
Y en estas premisas se asienta la que es una tenue esperanza de ‘reencuentro’ con una Cataluña que nunca estuvo más lejos de España. Pero que jamás, desde los tiempos de Tarradellas y Adolfo Suárez, estuvo tan cerca de emprender el difícil camino de lo que Ortega llamaba la ‘conllevanza’ de unos con otros, lejos de exabruptos, sediciones, jueces, artículos 155, desplantes al Rey o prisiones. Y si eso tiene que comenzar –yo creo que había caminos mejores, pero…– con indultos, pues qué remedio. Porque, sobre todo, ya lo han hecho irremediable.
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