¿Es el insomnio o la rebeldía de ver todo lo que se está, estamos, haciendo políticamente mal? El caso es que, tras la vigilia, me ha salido esto, y aquí, en este diario abierto lo plasmo, como si de algo valiera, que ya sé que muy probablemente no:
CASI UN MANIFIESTO PARA UNA REVOLUCION MUY, MUY SILENCIOSA.
Fernando Jáuregui
Comprendo que la palabra ‘revolución’ suscita ecos indeseables en muchos oídos: en los de los muchos poderes instalados y en los de no pocas personas de buena voluntad para las que los cambios, y más aún el Cambio con mayúscula, representan más inconvenientes, fastidios y temores que ventajas y esperanzas. Asi, la mejor revolución es la callada, la que apenas se nota, lejos de estridencias, pero que va calando, de manera imparable, en el cuerpo social, porque es, simplemente, necesaria. De manera que, un buen día, te levantas y compruebas que el mundo, a tu alrededor, ha cambiado. Que, digan lo que digan los poderes y hasta la mayoría silenciosa, tan manipulada por unos y otros, hay muchas cosas que ya no son lo mismo.
Pienso que España está viviendo uno de estos períodos revolucionarios callados, que bien podrían ser confundidos con una evolución. Pero no. Esto va mucho más rápido. Hay cosas que no soportan más, desde algunas estructuras políticas y territoriales –que eso no es poca cosa—hasta un ‘statu quo’ social y económico que de ninguna manera puede sustentarse más en la desigualdad, en diez millones de mileuristas y en seis millones de parados, aunque sean parados oficiales y algunos sean ‘redimidos’ –oh, Dios mío—por una economía sumergida cada vez, claro está, más floreciente y corrupta.
Desde hace casi dos años, recorro España en un inmenso viaje que –perdón por personalizar—me ha cambiado la vida. Habitualmente, los periodistas veteranos, como ocurre con los políticos, apenas tratamos con colegas, con fuentes, con instituciones. Y, así, hemos creado un inmenso círculo en el que políticos, periodistas, representantes de instituciones, sindicalistas, personajes del Ibex y deportistas de elite nos encontramos, nos reconocemos, establecemos nuestras propias reglas de convivencia, de concordancia, de disidencia, unos con otros. Y hemos dejado fuera al resto del país, a esa sociedad civil, tan débil a veces, tan inconsciente siempre de su poder. Pero que ahí está, en otras ocasiones pujante, luchando por sobrevivir, queriendo hacerse oir en medio del marasmo oficial y oficioso, tratando de no ser aplastada por una superestructura política, mediática, institucional, económica, que dice hacer todo por el pueblo. Pero, desde luego, sin el pueblo.
Ya digo que hace dos años que mi vida, merced a los azares profesionales, va cambiando. Dos, tres, vueltas a la piel de toro por tantas ciudades del país, en busca de casos de emprendedores con los que poder elaborar, en artículos y libros, crónicas ‘desde la base’, me han hecho ver que existe vida más allá de la vida oficial, oficiosa, institucional, que hay verdades más allá de las verdades mediáticas, que hay noticia más allá de los titulares al uso. Y esa, que se está produciendo en las mentes de la ‘gente de la calle’ mucho antes que en los despachos que dicen representar a la ciudadanía –aunque las encuestas digan muy otra cosa–, es la revolución emprendedora desde las personas ‘corrientes’ que está calando en todo el país: esa ‘gente de la calle’ resulta que emprende tratando de hacer realidad sus sueños, más allá de los grandes conflictos de las multinacionales, mucho más allá del absurdo lenguaje metapolítico en el que nunca se dicen las cosas claramente más, muchísimo más allá del inmovilismo sindical, al que la palabra ‘emprender’ provoca irisipela y que permanece ajeno al gran debate subterráneo sobre las nuevas, inevitablemente nuevas, formas del mercado de trabajo.
En este recorrido por España, en el que visito no pocas aulas universitarias, he visto la aceptación, no siempre resignada, de ese debate entre la posibilidad de que se creen ‘part jobs’ frente a los ‘no jobs’, el muro con el que actualmente se encuentran nuestros jóvenes, tantas veces forzados a una emigración que no desean. He comprobado el desdén hacia las consignas anticuadas en un país que se reclama moderno, de ‘marca España’, un reclamo que casi nunca se ajusta a lo cierto. He asumido que el alejamiento de eso que ha dado en mal-llamarse ‘clase política’ –un término que tanto indigna a la ‘clase política’—es general, absoluto, completo.
Decía el ahora, en esta época de ‘memorias’ que certifican que una era se ha cerrado, tan recordado Adolfo Suárez, que había ‘que hacer políticamente normal lo que a nivel de calle era normal’. Pienso que, en esta segunda transición en la que, guste o no, estamos embarcados, hay que volver a esa tarea, a –sigo con Suárez—arreglar las cañerías sin por ello dejar de dar agua, a reparar leyes –electorales, de partidos, la propia Constitución—que se nos quedan pequeñas. La tarea de un Gobierno que quiera pervivir en la memoria de la Historia, y no meramente en los despachos ministeriales y en La Moncloa, es la de asumir esa muy callada revolución que se está operando en el cuerpo social, que viene, ya digo, desde abajo. Parafraseo al asesor de Clinton que popularizó la frase ‘¡es la economía, estúpido!’; esto de ahora es ‘¡la revolución, estúpido!’. Que no es ni la indignada del 15-m, ni la perroflauta, ni la pasota, ni predica violencia o extremismo alguno. Más vale por tanto, unirse a ella, dándole rango de normalidad política, como quería el gran Suárez, no vaya a ser que esta revolución acabe triunfando y nosotros, sin enterarnos.
fjauregui@diariocritico.com
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