La democracia, en franco peligro

Para nada me gusta ni ser alarmista ni colocar en los titulares de mis comentarios frases que pudieran sonar a una especie de apocalipsis. Pero admitamos que algo muy grave ocurre en un país cuya vicepresidenta primera, Carmen Calvo en este caso, dice que el órgano que acoge al gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial, “pone en solfa a la democracia” e “invade la soberanía parlamentaria”. Y ello, porque el Consejo cuestiona el proyecto de ley con el que el Ejecutivo de Pedro Sánchez trata de impedir que el órgano judicial, en funciones desde hace dos años largos, realice nuevos nombramientos de jueces para puestos importantes.

Así, la brecha que se ha abierto entre los tres poderes del Estado definidos por Montesquieu se ahonda. Urge taponar el boquete, lo que cada día parece más difícil: no hay separación, sino un abismo entre estos poderes. Y la democracia no puede sino salir tocada del lance. El Supremo ha desafiado al Gobierno central, y este le responde dándole una sonora bofetada. Acusándole de ir contra la democracia, como se acusa al Partido Popular de ir contra la Constitución. Demasiado serias acusaciones como para lanzarlas al viento y pretender que luego nada ocurra.

Las relaciones entre el Ejecutivo y el poder de la Mesa del Parlamento son también demasiado obvias. Ni una militante socialista como la señora Batet, sino una figura de consenso salida de la oposición, debería haber ocupado la presidencia del Congreso ni una polémica ex ministra de Justicia, como Dolores Delgado, debería haber sido designada nunca, digital e impopularmente, como fiscal general del Estado. Ni el ‘procés’ catalán debería haberse judicializado ni partidos que desean la partición territorial de España podrían estar cooperando a la gobernabilidad del país con su apoyo a unos Presupuestos que sí, que saldrán adelante la semana próxima, pero que no convencerán.

Y ya que estamos en ello, ni fuerzas republicanas deberían ejercer la gobernación, junto a fuerzas que no lo son (no tanto, al menos), del Reino de España ni la lucha contra la peor plaga conocida en un siglo se habría de llevar con tal desorden y falta de transparencia: diecisiete formas de enfrentar la Navidad nos esperan, una por autonomía. Como en los viejos tiempos en los que criticábamos aquellas diecisiete leyes de caza, símbolo de la dispersión legal autonómica, pero ahora en versión mucho peor. No hemos aprendido nada.

Todo lo actuado en este año por un gobierno de coalición que, según la mismísima persona que luego lo puso en marcha, nunca debería haber existido, ha servido para adelgazar al Estado. No estamos saliendo de esta más fuertes, claro está, pero mucho menos estamos saliendo unidos: aquella publicidad gubernamental era mendaz. Nunca la existencia de dos Españas –aglutinando a su vez varias fracciones cada una de ellas—fue tan patente, tan rotunda. Y conste que aborrezco a quienes se expresan de manera guerracivilista; por supuesto que no es este el caso. Es, ya digo, el abismo, no la guerra.

Veo indicios de intervencionismo en medios de comunicación, de desapego hacia la labor de un Parlamento minimizado, de hostilidad hacia los órganos de la Justicia, de escaso respeto hacia la labor que han de ejercer los partidos políticos: no de otra manera se puede entender que uno de los principales representantes del Ejecutivo diga abiertamente que la derecha ha de perder toda esperanza de gobernar en el país durante un largo tiempo o “jamás”. Mientras, y aprovechando la angustia generalizada ante el feroz rebrote de la pandemia y que todos miramos hacia la vacuna, se aprueban leyes que deberían haber sido más consensuadas –la mitad de los españoles queda fuera de todo posible pacto– sobre aspectos tan importantes como la educación, la justicia o la eutanasia. Que no digo yo que no necesitasen regularse; solo digo que lo deberíamos haber hecho entre todos.

Hay muchas cosas en el libro de los ‘harvardianos’ Levitsky y Ziblatt ‘Cómo mueren las democracias’, referido sobre todo al mandato de Trump, que me suscitan lamentables comparaciones con mucho de lo que está ocurriendo en una España cada día más iliberal. Ignoro si Pedro Sánchez encontrará, ahora que está recluido en sus dependencias monclovitas tras su contacto con el enfermo Macron, maneras de imitar la transparencia de este o la cercanía al ciudadano de Merkel. Pero se hacen precisas nuevas formas de relacionarse con la ciudadanía desde los poderes. Y es este un recado que también compete a la Jefatura del Estado, que se enfrenta al mensaje más difícil en la vida del Rey, el que nos dirigirá a los españoles esta Nochebuena. Si los demás no son capaces de mejorar la calidad de nuestra democracia, muchos ojos se van a volver este jueves, a las nueve de la noche, hacia el jefe del Estado. Tremenda carga, acongojante responsabilidad, la suya. Porque intentar desconocer los riesgos de quiebra de este Estado empieza a ser incluso peligroso.

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