La España de Bertín y la otra España

Las campañas electorales son mucho más indicativas de lo que aparentan las frases de sal gorda, las promesas desmesuradas o el ir o no ir al programa de Bertín Osborne. La esencia del país presente, y el barrunto de lo que podría ser el del futuro, quedan reflejados en actitudes, alianzas o desplantes de los candidatos, de esos cuatro –¿o cinco?—candidatos a regir los destinos de la nación dentro de menos de un mes. Hay una España que queremos algunos y otra que rechazamos, una nación que unos diseñan de una manera y otros, de otra completamente distinta. Y la cosa, claro, aflora en campaña como flores de mayo.

 

No crea usted que he hablado del programa del señor Osborne atendiendo a la insoportable levedad del ser de un comentario periodístico. No: el paso por la lujosa casa del presentador de televisión –una casa que pocos españoles se pueden permitir, desde luego— de los dos componentes de lo que el tercer invitado a la mansión llama ‘derechita cobarde’ –será porque él se tilda de ‘derechaza valiente’, digo yo— te enseña que hay unos valores en un lado, los casi conmilitones de Bertin’s home; y otros valores, los de los que rechazan asistir a las charlas del chalé, en el lado opuesto. Una versión bertiniana de las dos Españas machadianas, vaya. Todo degenera.

 

De una parte, banderas desplegadas y postulados tradicionales en lo tocante a feminismo, eutanasia y tratamiento de la ‘cuestión catalana’ a base de artículo 155. De otro, mayor relativismo moral –llamémoslo así, para simplificar–, alianzas futuras más abiertas y reflexión perpleja e incompleta sobre nuevos modelos territoriales y legales; que ya nos dicho desde el PNV que, si Pedro Sánchez quiere su apoyo para la investidura, que se vaya planteando una revisión del ‘modelo de Estado’.

 

 No es solamente que Cataluña –y, de otro modo, el País vasco– hayan abierto en canal, de manera más dramática que nunca, el debate sobre lo que debe ser en el inmediato porvenir la nación que nos cobija a todos: es que planteamientos inéditos en todos los órdenes han venido a confrontarse a las concepciones de siempre. Nunca, desde que Franco murió hace cuarenta y cuatro años, ha quedado tan al desnudo la dicotomía entre los dos conceptos: los riesgos que todo cambio implica frente al peligro de quedarse estancado en lo de siempre.

 

Lo que ocurre es que en el pedazo de debate que las frivolidades ‘chez Bertin en campaña’ no logran disimular ha irrumpido una tercera España, que no está ni en Barcelona ni en Madrid, ni en Málaga ni en San Sebastián, ni en la ‘derechita’ ni en el ‘Frankenstein’: la España despoblada, empobrecida y que, en cierto modo, había sido postergada.

 

Y este país que irrumpe para salir del olvido va a obligar, o debería hacerlo, a que las personas a las que elegimos para representarnos tomen posiciones radicalmente nuevas sobre presupuestos, planteamientos fiscales, inmigración, derechos laborales, sanidad, educación y descentralización efectiva, lo que conllevará desde cambios constitucionales hasta operaciones quirúrgicas de reforma de las administraciones a todos los niveles. Y este, en mi opinión, es el gran tema que ha brotado, desde los ‘indignados de la mayoría silenciosa’ en los albores de la campaña-más-larga-de-la-Historia. Un tema que obviamente no se puede resolver a base de gritos en los mítines y besos a los niños llevados en brazos por los  padres aplaudidores para que el candidato les acaricie la cabeza.

 

Vivimos, así, entre la ‘policía patriótica’ –cuántos desmanes han tenido al patriotismo como pretexto—y la ‘guardia pretoriana’ que quiere atribuirse el hombre que más está haciendo por la destrucción de España y menos por la regeneración positiva del país. Entre los que buscan el voto de los policías y guardias civiles prometiéndoles mejoras en el salario y los que tratan de encaramarse al Ministerio de Interior para hacer tabla rasa de muchas cosas. Entre, ya digo, la España que va y la que no va a casa de Bertín. Entre el reformismo imposible algo utópico y el apego a formas y fondos cuya pervivencia es también imposible. “En España nos encanta odiarnos”, sentencia la cantante Christina Rosenvinge, que en el apellido lleva el diagnóstico. Y tampoco nos disgusta vivir siempre al borde del abismo de lo que, simplemente, no puede ser, añadiría yo.

 

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