La España de las terrazas

Ahora que tan de moda estar lo de hablar de fases, yo diría que hemos abandonado la de la España de los balcones para entrar, ya todos a partir de este lunes, en la de la España de las terrazas. Ese estupendo invento que, como los chiringuitos de playa, los sorteos de loterías o los grandes almacenes, constituyen ya, ay, casi el único elemento vertebrador e integrador en un país que sale –cuando salga– de la pandemia profundamente dividido, cuarteado moralmente, empobrecido económicamente y con algunos problemas aún más serios o agravados con respecto a como estaban cuando comenzó esta catástrofe.

La semana que concluye no ha sido precisamente buena ni desde la óptica política ni desde la de la cohesión; ha sido, más bien, francamente mala para el Gobierno –para los gobiernos—, para los gobernados y para la imagen internacional del país (de la propia imagen aquí dentro ya ni hablamos). Que una parte del Gobierno haya metido un gol a la otra, que se lo haya metido también no solo a sus adversarios, sino también a sus aliados, que se haya utilizado el disimulo y hasta el engaño para lograr un fin (la prórroga del estado de alarma), a base de pactar en secreto nada menos que con Bildu y nada menos que la reforma laboral, evidencia que algo no marcha. Que, encima, se nos empiece a sugerir que, tras esta quinta prórroga, lograda como se ha logrado, se aspira a conseguir una sexta, indica que alguien, allá en la fortaleza monclovita, o tiene unos nervios de acero o un optimismo exacerbado. O una cara que se la pisa.

Y todo esto, en un país en el que ya no cabe disimular el enfrentamiento, porque está en la calle, en los claxons reivindicativos de los automovilistas, en las colas de gente que busca una bolsa de comida. Aquel 15 de mayo de 2011, cuando los indignados dieron paso a ‘aquel’ Podemos –poco que ver con este, me temo–, se ve ahora contrabalanceado, desde el lado opuesto, por ‘este’ espíritu del 15 de mayo de 2020, con sus caceroladas y la proliferación de banderas, reivindicadas, y eso es terrible, solo por una parte del arco político.

Un país en el que la bandera no es patrimonio de todos, de derecha a izquierda; en el que la separación de poderes empieza a ser una entelequia; en el que las libertades de cada ciudadano no son lo que más importa, sino ‘la colectividad’; en el que ni siquiera se sabe cómo funciona unos de sus territorios –espantosa la actuación de la Generalitat catalana–, ni cuántos muertos ha causado, de verdad, el virus; un país en el que la seguridad jurídica brilla por su ausencia, es un país que está a punto de ser un Estado fallido. Sobre todo, si se está procurando, desde las dos Españas, debilitar la fe en ese Estado. O, al menos, si no queremos ir tan lejos, podemos desde luego empezar a hablar de una democracia fallida. Cada trampa al proceso democrático, cada patada al compromiso dado, es un clavo más en el atáud de esa democracia.

Sí, menos mal que nos quedan, panem et circenses, las terrazas. Y esas playas en las que, siento decirlo, los ciudadanos se toman a chacota las instrucciones de las fuerzas del orden, poniendo en peligro su salud y la de los demás: eso también es síntoma de que caminamos hacia la falencia generalizada. Cierto: todavía nos queda el país bien estructurado, en el que los servicios básicos han funcionado admirablemente en medio de la tormenta, la nación que sigue siendo, no sé por cuánto tiempo, la cuarta potencia de Europa. Ese país alegre que se va de cañas y sabe sufrir cantando desde el confinamiento. Nuestros representantes han logrado hacerse con un gran país. Tendrán una enorme, terrible, responsabilidad si, encima declarando hacerlo todo por nuestro bien, lo malbaratan.

fjauregui@educa2020.es

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *