España es un país emprendedor cuando abandonamos la sempiterna aspiración a convertirnos en funcionarios: valiente cuando no nos anega el conformismo pasivo; alegre cuando no se instala en nosotros el nacional catastrofismo. Es un país que pasa también por ser envidioso con el que triunfa y, entonces, sacamos a pasear la mala uva. Lo que se dice menos acerca de nosotros, pero es algo que constatamos continuamente, es que España es un país básicamente pugnaz y cruel. En el que a la masa le gustan las penas de telediario, los escraches, los abucheos al justiciable a la salida de los juzgados, las lapidaciones. Perdón, pero tenía que decir todo esto hoy a cuenta de la comparecencia ente el magistrado de la esposa del presidente del Gobierno, Begoña Gómez.
Vaya por delante que lo que nos cuentan casi cada día, en un renovado culebrón, los medios de comunicación sobre las actividades de la señora Gómez y sus ‘negocios’ me parece, si se confirma en todos sus extremos –y tengo mucho respeto por la mayor parte de mis compañeros que se dedican a la investigación de casos–, altamente atentatorio contra la estética y también contra la ética política. Muy reprobable. La mujer del presidente, como la del César, no puede dar lugar a causa de sospecha alguna ni mantener actividades que puedan rozar siquiera la hipótesis de tráfico de influencias. En eso, de acuerdo. Pero lo que no acabo de ver es que en que lo que nos cuentan los medios sobre lo que algunos quieren convertir en un ‘Begoñagate’ haya materia sustanciosa para la aplicación, rigurosa o benigna, del Código Penal.
También debo decir que estoy, por principio, contra cualquier pena de telediario, que incluye la exposición del justiciable a la burla o el menosprecio de esos mirones que, como les comprobaron Francisco Camps o Rita Barberá, por poner ejemplos de palos distintos, la gozan, amparados en la masa, abucheando e insultando de la manera más zafia a quien no es sino presunto delincuente. Que no digo yo que los casos Gómez, Camps, Barberá o tantos otros, incluyendo los ERE, sean siquiera parecidos; pero en todos ha de regir al menos la presunción de inocencia y el trato justo y respetuoso al que todos, culpables o nocentes, tenemos derecho.
No, no estoy defendiendo a la señora Gómez. Lo que sé de su proceder me disgusta. Estoy defendiendo su derecho a no recibir un peor trato que cualquier otra persona en la que no concurra, por ejemplo, estar casada con el presidente del Gobierno. Y sí, ya sé que a la infanta Cristina, la hija y la hermana de reyes, tampoco le ahorraron la declaración pública grabada –cuyo uso debería limitarse a los archivos judiciales—ni el ‘paseíllo’ infamante hasta las puertas del Juzgado. También recuerdo que al que fue poderoso ‘superministro’ económico le impusieron la pena accesoria de la fotografía ante las cámaras de un policía introduciendo a la fuerza su cabeza en un coche patrulla. Estas prácticas, para mí aberrantes, se han hecho y se siguen haciendo. Por eso mismo reclamo que estos detalles de maltrato añadido se supriman de una vez.
De ninguna manera quiero ver a Begoña Gómez en la cárcel ni penalmente sancionada. Lo suyo pueden ser faltas de muchos tipos, entre otras de desprecio a las reglas, incluso del protocolo y la buena educación, y a los ciudadanos, pero no encuentro eso tipificado en el Código Penal, ni siquiera en el ahora tan unilateralmente corregido precisamente por el esposo de la señora Gómez.
Siempre he preferido la benignidad al summum ius, que trae aparejada la suma inuria. Y mi divisa he procurado que sea aquella frase de Concepción Arenal que encontré escrita en el muro de una celda en la que pasé, acusado de manifestación ilegal durante el franquismo, apenas unas pocas horas: “odia el delito y compadece al delincuente”, había escrito alguien. Y, recuerda a Rita Barberá, nunca te unas al pelotón de los lapidadores, porque puede que, al final, te tengas que arrepentir.
fauregui@periodismo2030.com
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