La quinceañera Leonor


(estas ya no tan niñas hacen más por la Monarquía que muchos Habsburgos y varios Borbones)

Cómo pasa el tiempo. Resulta que, dentro de un par de semanas, Leonor de Borbón y Ortiz, a quien nos hemos acostumbrado a ver como una ‘menor muy menor’, quizá porque así es tratada, cumplirá quince años. La niña bonita, que antes decíamos. Una edad en la que se advierten –muchos lo hemos vivido en nuestros hijos—unos primeros brotes de rebeldía, de no aceptar el mundo que se les impone. Lógico: la entrada en la adolescencia. Claro que el caso de Leonor, de doña Leonor, no es igual que el de muchas otras niñas de su edad. Ella es princesa de Asturias, este viernes hicieron que leyese un discurso, correcto, sobre la solidaridad, ve estos días a su padre especialmente preocupado, cómo encanece tan rápido, y le enseñan que su destino será, o debería ser si todo sigue un cauce no tan anormal como hasta el momento, muy diferente al de sus compañeras de colegio. Ella encarna el porvenir que una de las dos Españas quiere.

Me gustó su manera de expresarse en la ceremonia, que este año hube de seguir por televisión –no están los tiempos para actos presenciales—, de la entrega de premios que llevan su nombre, princesa de Asturias. Siempre he dicho que ella y su hermana, dos años más joven, más alta que ella, siempre discretísima, que es el papel que le cumple, hacen más por la Monarquía de que hicieron muchos Habsburgos y varios Borbones. Pero cuando corresponsales extranjeros y agregados de cosas raras en las embajadas acreditadas en Madrid me preguntan si yo creo que Leonor reinará en España –este jueves me entrevistaba al respecto una televisión danesa, monarquía que se inquieta por lo que pueda ocurrir en este país nuestro–, siempre digo que me gustaría responder que sí, pero que no estoy nada seguro de que eso, que sería mi deseo, se haga realidad.

La triste ceremonia de entrega de los premios Princesa de Asturias, que algún día quisieron ser los Nobel ‘a la española’, reflejaba bien a las claras la situación de tristeza ambiental que vivimos, obligados por la pandemia quizá, pero no solo por eso: la semana ha sido pródiga, de nuevo, en desencuentros políticos, en recelos europeos hacia lo que nuestro Gobierno, y nuestra oposición, están haciendo, o mejor no haciendo, por nuestro arquitrabe democrático (¡y lo peor es que ellos llevan sus riñas hasta Bruselas!). Y la conciencia nacional, no tiene usted más que analizar la encuesta del CIS, para lo que valga, es de profundo desánimo, de censura total a eso que se llama ‘clase política’, que, como el propio Rey, debería ir meditando en atar su futuro. Hoy toca la pelea total por la renovación de los jueces, que espero que sea contencioso sobre el que ambas partes mediten cómo solucionarlo de manera inmediata; pero mañana la batalla de la autodestrucción, como decía Bismarck, se extenderá hacia cualquier otro campo. Ahí están los Presupuestos, por ejemplo. O cualquier monumento a Largo Caballero que derribar a martillazo limpio, por poner una muestra más de discordia perfectamente innecesaria. Todo son tinieblas.

Sí, porque pienso que Felipe VI, hasta ahora uno de los mejores monarcas que ha dado la Historia de España, debería aprovechar más a fondo las oportunidades que se le brindan de dejar claras algunas cosas. No basta con discursos genéricos aludiendo a la unidad, a la concordia y a la necesidad de un esfuerzo nacional de entendimiento: eso siempre suena a bellas palabras, pero algo etéreas, con perdón. Cuando las cosas, las de comer y las de la política, están tan mal, pienso que el jefe del Estado ha de aspirar a tener un papel más protagónico, guste a no guste a esa otra España que no quiere que Leonor ocupe algún día el principal despacho de La Zarzuela. En cualquier caso, a esa ‘otra España’ le va a parecer mal cualquier cosa que implique mantener una normalidad institucional. Y conste que no digo yo que sea fácil ganarse a esa ‘otra España’, a esas otras Españas, pero sí que hay que intentar esa conllevanza orteguiana que tanto tiempo y prosperidad nos ha hecho ganar otrora. O sea, en el pasado.

Seguro que doña Leonor, a mi juicio sobreprotegida contra el ruido ambiental, es muy capaz de entender la situación: me dicen que es una joven listísima, que sabe que las rabietas de sus coetáneas adolescentes no le estarán permitidas, ni ahora ni nunca. Seguro que sabe también que una cierta normalidad sería que ella pudiese, lo mismo que en Oviedo, estar en Girona, presidiendo con tranquilidad, sin esconderse y con asistencia de las autoridades correspondientes los premios que también llevan su nombre. Temo que eso, hoy por hoy, no es posible. Ni aunque los proclame en catalán, que me dicen que, menos mal, lo estudia con aplicación.

Ignoro cuál es el plan de comunicación que, en el futuro, se ha trazado para Leonor de Borbón Ortiz. Ya digo que está encerrada en una jaula de oro que ni siquiera tiene apariencias de libertad. Pero más vale que, quien puede hacerlo, piense en que esta ya no niña tiene un significado, en estos momentos, que ya no se puede disimular meramente con silencios y fotografías acudiendo a clase con el uniforme del colegio. Leonor es, perdóneme a quien le duela, un bien de Estado y como tal habría de ser tratada.

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